Sin cambio cultural no es posible la transformación digital

Javier Villalba    29 marzo, 2017

Si hay un asunto que se reitera día tras día, como una de las principales prioridades que nos marca la agenda empresarial, este es el de la transformación digital.

Un asunto en el que nos deberíamos venir ocupando desde hace tiempo atrás y, cuando menos, desde que nos advirtiera el Consejo Económico y Social, a primeros de 2015, que “la proporción de la población española adulta y joven poco cualificada está por encima de la media de la UE y las competencias básicas de la población adulta española ofrecen resultados algo peores”, siendo un hecho que “la economía española mantiene un retraso relativo en relación al capital tecnológico y capital humano”. Una realidad de la que nos conviene ser conscientes y que también quedó reflejada en el estudio «Competencias Digitales en la Empresa Española» de noviembre de 2015 cuando obtuvimos un Índice de Competencia Digital de 16,23 sobre 100, quedando el 73% de las empresas por debajo de dicho indicador. Ante esta situación resulta chocante admitir que “En el 72% de los casos los directivos declaren que en sus empresas no se reciba formación de forma periódica ni se sientan completamente al día.”

Es esta una cuestión preocupante sobre la que hay que ir avanzando, sobre todo cuando constatamos que nuestro grado de digitalización nos situó al año siguiente en el trigésimo quinto puesto de los 139 países considerados en el Índice de aprovechamiento de las tecnologías de la información y las comunicaciones para impulsar la competitividad, la innovación y el bienestar (NRI), elaborado por el Foro Económico Mundial. Posición que ya el año anterior, cuando estábamos situados en el puesto 34, indujo al entonces presidente de Ametic, José Manuel de Riva, a declarar que “Llevamos un retraso importante (…) equiparable a naciones con un desarrollo mucho menor. No hemos avanzado al ritmo adecuado, sobre todo en la empresa”.

Deberíamos tomarnos muy en serio esta preocupación, toda vez que sabemos que actualmente España ocupa el decimocuarto lugar en el Índice de Economía y Sociedad Digital (DESI 2017) porque, aunque seguimos avanzando en todas las dimensiones, no mejoramos la que se refiere a capital humano: cada vez somos más los ciudadanos que nos conectamos a Internet, pero todavía nuestras competencias digitales siguen estando por debajo de la media de los países de nuestro entorno.

 

Transformación digital: un cambio cultural

En fin, una imperiosa necesidad de cambio ante la que no podemos titubear cuando sabemos, a la luz del informe «Redefiniendo el liderazgo para una era digital», que mundialmente tan solo el 13% de los líderes empresariales reconoce sentirse preparado para la disrupción digital. Una revolución que concita tecnología, procesos y personas, que ya está afectando de lleno a nuestras empresas y que demanda un cambio de mentalidad para adaptarse a una profunda transformación que no puede urdirse de espaldas a lo cultural, que, como bien vaticina el informe 2017 de “Tendencias mundiales del capital humano”, obligará a los actores empresariales a reescribir las reglas para acomodarse a la Era Digital. Un desafío al que las empresas no podrán hurtarse y cuyo resultado dependerá, ante todo, de las personas, de su participación y de su grado de implicación en este cambio regenerador que tiene como principal finalidad, por parte de las empresas, la obtención de ventajas competitivas.

A la vista está que la conmoción digital en la que nos encontramos está favoreciendo la aparición de nuevas maneras de concebir los negocios, que han sido propiciadas por la imparable escalada tecnológica. Una transformación todavía inacabada en la que aún queda espacio para la reinvención de las relaciones productivas de las empresas con sus grupos de interés. Situación en la que la mentalidad de las personas juega el principal papel para, en efecto, regenerar la naturaleza de los negocios, dotándoles de una nueva visión, y donde la inquietud, la inteligencia colectiva, la creatividad y la innovación colaborativa, expresadas libremente en un escenario de confianza y transparencia, son condiciones necesarias para crear valor. Hablar de ser digital es lo mismo que hablar de la necesidad de ser permeables, horizontales, flexibles y ágiles, porque el capital relacional es uno de los principales activos de las empresas para desarrollar un nuevo modelo productivo, lo cual tiene una imbricación directa con la concepción cultural de la empresa.

La transformación digital es, antes que nada, un hecho cultural que obliga a las empresas a revisar sus estilos particulares, su visión, la concepción que tienen de sí mismas, los usos y maneras que adoptan para expresarse, el modo peculiar que defienden de entender sus finalidades, las formas que adoptan para relacionarse y en virtud de las cuales pretenden caracterizarse, el marchamo, al fin, con el que arman sus transacciones poniendo un sello diferencial en todos sus comportamientos.

Una transformación que no se resuelve por la vía de la incorporación de tecnología punta, que no acaba con la mecanización de los procesos, que no concluye en el diseño de nuevos servicios ni con el lanzamiento de nuevos productos, que no termina ni con la obsesión por el acopio de innumerables datos ni se puede dar por ultimada habilitando múltiples canales de información y comunicación con los clientes ni teniéndolos expeditos durante las 24 horas los 365 días del año. La transformación digital supone disponer las condiciones culturales que permitirán adaptarse a las organizaciones al cambio de mentalidad que exige esta nueva realidad con todo lo que ello conlleva.

En el plano de las relaciones internas, la cultura digital significa desarrollar una visión consistente que nos permita cambiar, supone acertar a transmitir dicha necesidad de cambio, entraña ser capaces de inspirar y de comprometer a todos los integrantes de la empresa, exige crear capacidades e impulsar intereses y precisa alinear mentes y corazones. Todo lo cual es previo y podrá ser simultáneo, pero no será posible ni omitirlo ni retrasarlo para cumplir con una agenda digital que requiere contar con las personas para poder llevarse a cabo. Lo he dicho en otras ocasiones, para transformar la empresa en un entorno saludable y desarrollar un proyecto altamente competitivo hay que poner a las personas en el centro de las organizaciones, e indudablemente la transformación digital lo exige sobremanera. No hay modo de acometer el cambio sin el concurso de las personas y sin dar cabida al hecho cultural que esta nueva era impone.

 

Resistencia al cambio

Poner a las personas en el centro de la gestión significa empezar a conceder la primacía que tiene el grupo de interés interno en tanto que principal socio estratégico para la consecución de las finalidades empresariales; trabajadores sin cuyo concurso las empresas podrán seguir funcionando, pero sin el potencial que proporcionan el respeto, la cercanía, el compromiso y la innovación de los principales artífices de la actividad. En esta ocasión no voy a reiterar las archisabidas condiciones que se requieren para liderar un cambio profundo, como el que nos ocupa, y que tienen que ver con el estilo de liderazgo, con las políticas de información y comunicación, con el planteamiento ético de los negocios, con la propuesta de valor interna, con la reorganización de los procesos y de las actividades…, asuntos tantas veces tratados con detalle. En este caso formularé una pregunta que también me parece crucial cuando hablamos de transformación digital: ¿Qué sucede cuando la dirección de la compañía tiene miedo?

Miedo de que la nueva visión generada para soportar la transformación digital, la imperiosa necesidad de cambio, cala, empieza a vislumbrarse posible, se va haciendo realidad y quienes mandan se percatan de que la cultura digital no solo se refiere a las máquinas, “obliga”, requiere coherencia, también exige de ellos otros comportamientos -muy posiblemente éticos, incontestables y a prueba de toda infracción-. Miedo porque empiezan a percibir que la nueva situación es posible que les suponga cierta pérdida del poder que venía disfrutando la capa directiva y presumiblemente cabe la posibilidad de que se les estreche considerablemente el margen de maniobra para actuar apartadamente, sin control alguno y sin tener que dar explicación.

Sucede, entonces, que el cambio que solo parecía ser de carácter tecnológico, pero que comienza a tener otras consecuencias, representa una amenaza. Sucede que en algunos contextos poco claros aterra que la nueva cultura exija participación, información, transparencia, veracidad, coherencia, consistencia, objetividad y aprender a comunicarse y relacionarse en otros términos. Y acontece que tales transformaciones empiezan a pender de la «cuerda floja» hasta que el proyecto termina despeñándose.

Mi experiencia en casos como este, en los que la motivación de cambio es más aparente que radical, es que la dirección, superada en sus previsiones, quizá por haber incurrido en un error garrafal de falta de perspectiva y ausencia de anticipación de las consecuencias, pensando que la transformación digital solo afecta a los sistemas tecnológicos y a las rutinas procedimentales, termina desbordada por el principio de realidad, por no haber sido capaz de calcular que este tipo de cambios tienen un calado holístico y que las personas pueden llegar a creérselo y a tomárselo en serio.

Las causas de estos fracasos podrán analizarse en cada situación concreta y seguramente serán numerosas, pero en todos los supuestos el motivo principal estribará en que, en realidad, la necesidad de transformarse no había sido plenamente asimilada y en su lugar lo que se pretendía era introducir un mero cambio superficial o para sumarse a las presiones del entorno o para contentar a quienes lo demandaban o para adoptar una apariencia de modernidad o para causar una buena impresión…

Cuando los procesos de cambio son un ardid, la regresión es monumental. No solo se pierde la credibilidad, se hurta el compromiso y se echa a perder la lealtad de las personas. La toxicidad se hace patente y la curación posterior resulta mucho más ardua, por no decir imposible -salvo que mude la capa directiva en pleno-. Lo que se aprende en estas situaciones truncadas de raíz es que los procesos de cambio tienen que estar basados en la convicción más inquebrantable y que antes de comprometer el éxito de un proceso de transformación hay que asegurar, acreditar y certificar la autenticidad de los propósitos de la dirección.

 

Imagen: Tumisu

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *