Liderazgo responsable y receptivo

Javier Villalba    11 abril, 2017

No nos faltan los medios para hacer del mundo un lugar mejor… Esta tarea comienza con nuestros líderes. Klaus Martin Schwab.

 

La preocupación por el paro, en primer lugar, y por la corrupción y el fraude, en segundo término, se encuentran entre las principales inquietudes de los españoles (Barómetro CIS), por lo que no es de extrañar que vivamos en un estado de intranquilidad, dado el elevado volumen de informaciones que vienen poniendo en evidencia que, a todas luces, los valores que antes regían nuestra convivencia han experimentado una reprobable inversión. Sin duda, un asunto execrable, no solo urdido a la sombra del poder político, que también ha salpicado a no pocos empresarios, directivos y ejecutivos de nuestro acervo organizacional.

 

Asuntos inquietantes

Quebrantamiento culposo que no se agota ni con los casos de cobro de comisiones ilegales ni en los supuestos de tráfico de influencias ni con los expedientes de corrupción por todos conocidos, y cuyo alcance, aunque a menor escala, también incluye sucesos que tienen que ver con otros supuestos de economía sumergida, con rentas no declaradas, con casos de evasión fiscal, con alteraciones contables, con delitos de pagos en “B”, con impagos de IVA, con situaciones evasivas de cotizaciones a la Seguridad Social, con contrataciones de falsos autónomos, con situaciones de encubrimiento de puestos de trabajo resueltos mediante falsas becas o fraudulentas contrataciones para la realización de prácticas y, entre otras situaciones dolosas, engaños como las contrataciones laborales con menor categoría.

Una relación de asuntos inquietantes, ciertamente, ante una ciudadanía que quisiera progresar por la vía de la justa competencia, que demanda igualdad de oportunidades, que espera que las empresas se comporten de manera responsable y que pretende tener la oportunidad de desempeñar un rol profesional regido por la integridad. Expectativas que han sido defraudadas en inapelable contraste con una realidad más frecuente de lo deseable, en la que la prevalencia de hechos como los mencionados invita a concluir que nos encontramos ante otranueva normalidad” que está afectando -en mayor o menor medida- a la recta conducción de una parte del tejido empresarial, entre cuyos intersticios las corruptelas se vienen abriendo paso por doquier.

Una “nueva normalidad” que, ante la profusión de medidas recesivas, a algunos les permite creerse que pueden interpretar las convulsiones de la economía con la óptica del desencanto y bajo el principio individualista del “sálvese quien pueda”. Lamentable representación, probablemente gestada a consecuencia de una crisis mundial que ya viene durando demasiado. Un lamento que se acompasa de una actitud laxa y permisiva, en virtud del cual, y en contraste con la propia situación, se toma el influjo actual de los escándalos servidos por los medios de comunicación como causa suficiente para justificarse obrar de espaldas a los valores históricamente reconocidos. Una manera de pensar que preconiza la supremacía del individuo no al tenor de su mayor fuerza física ni moral, ni tan siquiera por su talento, sino por su picardía, dando lugar a la confección de falacias, disfrazadas de razonamientos particulares, con las que autojustificar abusos, tropelías y arbitrariedades.

 

La cara oculta del máximo beneficio

Dos principios se encuentran en la base de esta progresiva y acelerada depreciación de los valores tradicionales. El principio del beneficio empresarial, en este caso elevado a su máxima potencia y regido por la ley del exclusivo resultado económico, y el derecho a la libertad de expresión, entendido con alejamiento de toda cordialidad y sin atadura alguna a la lógica limitación del respeto hacia los demás.

Beneficio empresarial, fruto de una economía de mercado, que ya no se conforma con la obtención de plusvalías, sino que pretende el enriquecimiento, incluso desmedido, de los que se consideran artífices del apaño o de la ganancia; como cuando los principales directivos de una compañía se permiten percibir cifras millonarias sin que dicho emolumento guarde proporción con la rentabilidad que procuran a sus accionistas o con el valor que aportan a la sociedad, y sin que ello sea parejo o tenga similar reflejo con la pendiente retributiva de la empresa. Caso que, durante los recortes salariales amparados en la crisis, en algunos casos ha llegado a suponer la revalorización de los sueldos del equipo directivo mientras, con impertérrito gesto, se procedía a congelar las nóminas de los trabajadores o a recortar sus derechos o a reducir las plantillas en aras al saneamiento de los costos productivos. Situación que también se ha puesto de manifiesto en aquellas empresas que han ido conformando sus consejos de administración sobre la base del capital relacional de sus miembros y no a resultas de su probada competencia profesional; o cuando se han articulado otras artimañas con la discutible pretensión de conseguir hacer negocios en vez de ganarlos por la vía natural de la competencia empresarial.

Un derecho a la libertad de expresión entendido como licencia para permitirse la grosería verbal, concederse el permiso para la falta de compostura o adjudicarse la patente de corso para huir de toda etiqueta. Situaciones que hoy se nos presentan con visos de normalidad, tanto en la vida pública como en los lugares de trabajo, cuando era de suponer que la convivencia exigía guardar cierto pundonor y que la vida social se regía por un mínimo ceremonial.

 

Defraudar no es rentable

Siendo así, ante la pérdida o la inversión de los valores tradicionales y la creciente emergencia de contravalores amparados en el desencanto y la indignación, la autojustificación ha cobrado carta de naturaleza como una “nueva normalidad” que permite armarse con falacias, paralogismos o sofismas, con apariencia de razonamiento, para justificar la defraudación en la que algunos incurren. Situaciones que no solo acarrean un perjuicio económico a empresas y sociedad, sino que también afectan directamente a profesionales y trabajadores que padecen, conocen o vislumbran en sus lugares de trabajo la comisión de actos ilegales o rayanos en la inmoralidad. Ejemplos de comportamiento que para algunos trabajadores son motivo suficiente para proceder, de igual manera, irregularmente. Un proceder que socava la reputación de los empresarios que así se conducen, que resta credibilidad a los mandos que adoptan los mismos comportamientos o que hacen la vista gorda sobre hechos que deberían ser punibles, que lesionan la imagen de las empresas que son motivo de inspección y que resultan ser sancionadas. Toda una suerte de conductas que hacen incurrir en sobrecostes, que terminan reduciendo el rendimiento de la plantilla, que merman la calidad de los servicios, que socavan la moral de los trabajadores y que elevan los índices de rotación de personal. El comportamiento fraudulento, no nos engañemos, tiene efectos desastrosos.

 

¿Quiénes pueden conducir la transformación?

En esta época -todavía convulsa- en la que las empresas están llamadas a innovar para sobrevivir, en la que necesitan reinventarse, en la que tienen que adaptarse -sí o sí- a los nuevos condicionantes, en la que están obligadas a desarrollarse, a introducir modificaciones, a reformularse, en la que su evolución pasa por la refundación de sus principios, en la que su crecimiento está sujeto a la revolución que supone su regeneración y su transformación, el liderazgo responsable juega un papel crucial para pilotar un cambio radical, según el cual la finalidad empresarial no será tanto la rentabilidad a toda costa, sino la sostenibilidad de la actividad productiva responsable, ejercida con juego limpio. Un nuevo paradigma en virtud del cual el objetivo empresarial primará la satisfacción y la fidelidad de todos los grupos de interés, sin anteponer la rentabilidad del accionariado -que será consecuencia de la buena gestión- ante los derechos de los demás.

 

El perfil de los líderes impulsores

En este panorama de la nueva economía productiva la integridad de los dirigentes, la ética de los negocios, la transparencia de las acciones y, en definitiva, la sujeción a los valores corporativos serán condiciones irrenunciables para hacer progresar a las empresas.

Resolver con éxito la transformación digital, gestionar los negocios bajo el prisma de la sostenibilidad consecuente, guiar a las empresas con una óptica de rentabilidad comprometida, aportar valor social y restaurar la ética en las operaciones empresariales solo me parece posible bajo el paraguas de un liderazgo responsable, una manera de administrar que requiere, en primer lugar, poner al frente de las empresas a personas moralmente intachables y con criterio, fieles a sus convicciones, ejemplares en sus comportamientos, emocionalmente inteligentes, empáticos y sensibilizados por la problemática social y medioambiental, capaces de generar sinergias, dotados de inspiración, hábiles comunicadores y con dominio de más de una lengua, capaces de orientar y de supervisar equipos multidisciplinares, rectos, objetivos y ecuánimes. Y, en segundo lugar, profesionales orientados al bien común, suficientemente informados, altamente cualificados, técnicamente competentes, con formación económica y financiera, con visión global e internacional. Sujetos decididos, analíticos, con talante ante la incertidumbre y con capacidad para asumir riesgos, abiertos al cambio, proclives a la innovación y con capacitación digital. En una palabra, líderes, impulsores.

Cada vez más los engaños, las chapuzas, la falta de profesionalidad, los clientelismos, el amiguismo, la relajación moral, las corruptelas, los dolos, la elusión de las obligaciones legales, el incumplimiento moral… los fraudes serán motivo de fracaso empresarial en la medida en que la sociedad exija y anteponga la reputación de empresarios y directivos como condición ineludible para darles ocasión de crear valor. No en vano el tema principal de la Reunión Anual del Foro Económico Mundial de Davos 2017 fue el «Liderazgo responsable y receptivo».

 

Foto: Unsplash

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