Comunicación interpersonal: lo que falta en muchas empresas

Javier Villalba    12 mayo, 2016

Hablamos hasta la saciedad de asuntos relativos a la gestión de personas en las organizaciones, producimos riadas de artículos sobre administración del talento, copamos el panorama de actualidad lanzando eventos a raudales so pretexto de dar a conocer las últimas tendencias de management; es decir, el no va más en técnicas de dirección. Desbordamos a la audiencia pretendiendo seducirla mediante infinidad de promesas adheridas, subliminalmente, a proposiciones informativas o formativas en las que se referirán modelos, estrategias, tácticas, técnicas y recursos de todo tipo que nutren los deseos de receptores ávidos de revestirse del liderazgo que –algún día- les permitirá –o eso creen- transformar colectivos de trabajadores en equipos de alto rendimiento.

Hacemos todo esto, y seguramente más, con el encomiable y sano propósito de mejorar nuestro estilo de dirección de personas, pero quizá, y solo tal vez, se nos olvida que el compromiso se gana desde las trincheras, en el día a día, en el cara a cara y sin artificios, implicándose individual y responsablemente para hacer germinar, y después preservar, el delicado vínculo emocional que preside las sanas relaciones entre las personas adultas.

En efecto, el paisaje empresarial se conforma y adquiere vida en las conversaciones. La comunicación, en todas sus manifestaciones y ocultaciones, adquiere la facultad sustantiva de configurar los ecosistemas laborales, siendo causa de equilibrio o desequilibrio ambiental, porque el clima laboral depende de la calidad de las transacciones entre las personas que se concitan en cada organismo empresarial.

 

Un vínculo muy frágil

De todos es sabido que la comunicación personal tropieza con numerosas barreras en todos los órdenes relacionales. Unas más sibilinas, otras menos sutiles. Cuando el diálogo entre las personas fracasa, es indudable que se interrumpe la relación, ya sea personal, social o profesional. Pero no solo se cortocircuita el vínculo existente, irremisiblemente la relación se daña, se enquista y se deteriora hasta degradarse completamente. Y no será de extrañar que, antes o después, se termine extinguiendo. La salvedad, entre quienes ahora media el alejamiento, viene de la mano de aquellos que con determinación se aprestan a buscar y aciertan a encontrar una manera de volver a equidistar para reestablecer el vínculo que se ha roto, pues la falta de entendimiento, la incomunicación y sus secuelas cercenan la simetría que preserva y mantiene las sanas relaciones entre adultos.

Sin embargo, las relaciones humanas topan a diario -en las empresas y fuera de ellas- con numerosos obstáculos en los que no reparamos o que tendemos a pasar por alto o que disimulamos cuando somos nosotros quienes incurrimos en falta; errores que dan al traste con el entendimiento, que enfrían relaciones entre mandos y subordinados, que instalan la desconfianza entre los compañeros y que se viven como una traición del superior o del homólogo, lo que termina erigiéndose en la causa -confesa o inconfesa- que cercena la vinculación.

 

Poner en común

Todos creemos que sabemos comunicarnos perfectamente, pero llevar hablando cincuenta años, dominar una lengua, conocer dos, tres o más idiomas, hacer gala de fluidez verbal, tenerse por maestro de la alocución en público o monopolizar reuniones o conseguir ser el centro de cualesquiera “saraos” no es sinónimo de saber comunicarse.

Poner en común significa entender al otro desde su perspectiva sin perder la propia, respetarle y comprenderle -se esté o no de acuerdo con él-, hacerse entender y respetar -esté o no el interlocutor de acuerdo con uno-, para mutuamente ser capaces de sintonizar las respectivas frecuencias, única posibilidad para poder confluir -tanto en la concordancia como en el desacuerdo- y resolver el asunto de que se trate.

La comunicación exige cordialidad, solidaridad, complicidad, adhesión y camaradería, condiciones que se incumplen cuando la relación se vicia a causa de una o más de las conductas que siguen y que en todos los casos suponen una actitud de clausura frente al otro; disposición claramente opuesta al requerimiento de apertura y escucha que la comunicación precisa para producirse en el diálogo.

 

Romper el diálogo

Un defecto habitual es fijarse en las palabras quedándose en la superficie del discurso y haciendo oídos sordos del sustrato principal del mensaje. Desde luego, una palabra a destiempo puede obrar estragos cuando la atención del interlocutor se concentra más en la forma que en el fondo de la frase.

Un caso paradigmático lo constituyen epítetos e insultos cuando la pretendida ofensa termina cortocircuitando toda posibilidad de continuidad con el diálogo; cuando, quizá, quien hizo uso de la desafortunada expresión ni tan siquiera pretendía ofender e, incluso, tal vez, pudo deberse a una utilización automática o refleja de la lengua. Con todo, es verdad que las palabras duelen, pero no es menos cierto que en ocasiones les damos un alcance que no tienen. Dicho a vuela pluma, también las referencias culturales, el posicionamiento ideológico, las diferencias individuales y la carga emocional que los interlocutores soporten pueden anteponer barreras a la comunicación que no siempre son tenidas en cuenta.

Ligado con lo anterior figura la suposición. ¿Cuántas veces damos por supuesta la intencionalidad de nuestros colocutores? Lo cierto es que tendemos a sobreentender lo que el otro nos quiere decir y habitualmente terminamos adjudicando algún propósito implícito a sus palabras, en vez de molestarnos en aclararlo, en lugar de pedirle explicaciones o de preguntarle por sus verdaderas intenciones. De tal manera que no pocas relaciones se sostienen o se destruyen no sobre la base de lo que realmente les une o les separa, sino al tenor de lo que suponemos que nos acerca o nos aleja. Así, no es infrecuente que adjudiquemos motivos o intenciones que podrían o no estar en la base del comportamiento de los otros, ante los que podemos terminar levantando muros infranqueables por el solo hecho de haber decodificado erróneamente pretendidos indicios sobre sus motivaciones.

También, y en vez de cerciorarnos, nos resulta más cómodo atribuir causas al obrar de los demás para explicarnos su manera de comportarse, lo que las más de las veces entraña un enjuiciamiento sumarísimo sobre la base de sospechas meramente circunstanciales y sin el debido conocimiento de las causas o de las circunstancias que motivaron el comportamiento o el discurso de los otros. Tenemos la mala costumbre de creernos en posesión de la verdad y no es habitual que la humildad y la prudencia nos guíen en nuestras relaciones con los demás.

A poco que reparemos en nuestro repertorio de relaciones, es muy probable que descubramos, y tengamos que admitir, que un alto porcentaje de nuestras opiniones, respecto de las numerosas transacciones que realizamos a diario, se forjan en la conjetura. Juicios y suposiciones de dudosa certeza que también están presentes en toda situación empresarial en la que, a falta de otros mecanismos explicativos, compañeros o jefes tratan de explicarse las razones por las que un homólogo o un subordinado obran o reaccionan de determinada manera ante ciertas situaciones. Conclusiones que nos inducen a aventurar hipótesis, pocas veces corroboradas, sobre las razones que impulsan la conducta de terceros, permitiéndonos participar afirmaciones tales como “Es un vago”, “Nunca pone cuidado”, “Solo va a lo suyo”, “No se fija”, “Siempre va a la contra”, “No se puede contar con él”, “Solo le interesa el dinero”, “Es un pelota”, “No se implica”, “No pone interés”, “Siempre se va a su hora”, “Es muy rígido”… y perlas similares que al menor descuido filtramos sin el menor reparo.

Está claro que nos proyectamos en los demás y que pocas veces ponemos el celo debido para discriminar entre lo que imaginamos, atribuimos o conjeturamos al tenor de débiles indicios o de interpretaciones gratuitas frente a lo que podrían ser hechos ciertos, incontrovertibles, objetivos y prudentemente basados en la interlocución, en la comprobación, en el contraste de los motivos, tendiendo a justificar nuestras opiniones mediante elucubraciones o divagaciones. Y no cabe duda de que ello aumenta la distancia que media entre los arquetipos irracionales, fruto de la emocionalidad, y las convicciones racionales fundamentadas en la experiencia o en la experimentación.

La comunicación requiere tiempo, pero la mayoría de las veces no se lo dedicamos. Tenemos prisa. Nos impacientamos. Nos adelantamos a lo que creemos que se nos va a decir. Interrumpimos. Urgimos a que el interlocutor acabe. Nos precipitamos. Pensamos más en lo que vamos a decir o en lo que tenemos que contestar que en lo que se nos está diciendo o preguntando. En fin, que la mayoría solemos practicar la escucha selectiva, una técnica pretendidamente economicista, que nada tiene que ver con la escucha activa. Con tales actitudes es evidente que no favorecemos el diálogo. Y, por si fuera poco, transpiramos emociones con nuestra disposición corporal transmitiendo inoportunidad, desgana, desinterés, rechazo; en fin, actitudes defensivas.

 

Consecuencias de la ruptura

En efecto, la falta de entendimiento produce distanciamiento entre jefes y subordinados. Las malas relaciones socavan la confianza hasta que se pierde y destruye la complicidad. Los malos modos generan conflictos latentes que suelen terminar haciéndose patentes. La falta de acuerdo, las discrepancias irresolubles conducen a la vía muerta, son motivo de pérdida de objetivos comunes y fuente de desalineamiento. La mala comunicación ocasiona pérdida de autoridad y arruina el  liderazgo que, transformado en autoritarismo, solo puede ejercerse mediante el principio de ordeno y mando. La falta de cordialidad provoca ambientes tensos, ocasiona mutuo malestar y genera baja productividad. La falta de sintonía revierte en reducción de la información espontánea y aumenta distancias. La falta de confianza hace que las discrepancias con trasfondo emocional se pretendan justificar mediante argumentos de racionalidad, más o menos consistentes. El distanciamiento coloca a los oponentes en situación de búsqueda permanente de evidencias que les permitan reafirmar sus posturas de oposición frente al jefe o hacia los subordinados, y si se encuentran incita a la difusión de fallos para escarnio del oponente y para la captación de adeptos a la causa que les brinden la razón. La mala comunicación, y su falta, incrementan rumores, que suelen ser causa de incertidumbre y malestar. Y, finalmente, cuando el ambiente está enrarecido, los problemas suelen filtrarse antes o después hacia el exterior.

En suma, las personas revisten tal importancia en el devenir de los acontecimientos empresariales que no hay sujetos neutros o nulos, sino trabajadores en cualquier nivel que influyen y son influidos por efecto de unos y de otros. En realidad es tan sencillo como darse cuenta de que el futuro de las empresas no se improvisa y solo se puede afianzar en el presente de las personas que conforman un equipo en el que pueden sumar o restar, de manera que mejorar las relaciones con las personas que se dirige es la mejor estrategia para incrementar su rendimiento. Una responsabilidad de la que los directivos no se pueden desviar y por la que les conviene evitar las consecuencias de una mala comunicación.

 

Foto: Paul Shanks

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