Cara y cruz de la cultura de empresaJavier Villalba 17 agosto, 2016 Sin el alineamiento de todos los actores implicados en las actividades concernientes, las empresas están abocadas al fracaso. El objetivo final de la alineación responde a la voz “todos a una”. Una construcción cultural que es preciso definir, vestir, transmitir, implantar, asegurar, revisar y regenerar. En una empresa cabe la discrepancia, pero nunca la disidencia. Por ello, la vinculación, o estar alineados, significa que todos actúan en la misma dirección porque todos asumen regirse por los mismos principios. Es éste el resultado de un proceso de formulación cultural que –ineludiblemente- encuentra asiento sobre el pilar de una relación satisfactoria, de mutua confianza, en virtud de la cual cada miembro del conjunto tiene ocasión de realizar sus sueños. De no ser así, ni las empresas lograrían alcanzar sus objetivos, ni las personas encontrarían la oportunidad de satisfacer sus expectativas. El hecho cultural El alineamiento organizacional es un proceso estratégico que tiene su raíz en la cultura de la empresa. Formulación que expresa “una manera particular y compartida de comprender el mundo, de ser y de comportarse” que refiere un estilo propio de actuación, una forma peculiar de pensar, un modo singular de hacer; en definitiva, que se manifiesta en una forma de comportamiento a tenor de cuyos actos cada actor puede ser identificado por sus hechos culturales como miembro de un grupo y no de otro. La cultura de empresa es, por tanto, el eje rector de la vida en las empresas y la referencia principal en su día a día, lo que orienta sus quehaceres. Su importancia radica en su fuerza centrípeta, capaz de ejercer tal influencia que llega a inspirar el comportamiento de todos los miembros del mismo grupo dotándoles de un estilo singular y revistiéndoles de una identidad especial, pareja, similar, única y diferenciada que les caracteriza. Un arquetipo integrador que alimenta su sentido de pertenencia. Tal predominio ejerce dicho modelo cultural que a falta del mismo no hay alineamiento posible. El factor de la vinculación Los procesos de integración en las empresas son hechos culturales, que tanto pueden tener una lectura positiva como negativa según sea el conjunto de creencias imperantes y según se trate del resultado de un proceso dirigido, intencional y controlado o fortuito, casual, inopinado y descontrolado. En el primero de los casos, la cultura estará definida y será explícita, lo que facilitará su asimilación; en el segundo, al no estar determinada, los principios culturales tendrán que ser inferidos, pero en cualquiera de las situaciones la cultura organizacional –fuerte o débil; explícita o tácita- termina homologando, por mímesis y por supervivencia, el estilo de conducta de los trabajadores. Nada que objetar mientras que la formulación cultural consista en un proceso de integración dirigido y alentado por la marca en ese esfuerzo diferencial por identificar a su gente y por asentar una manera propia y reconocible de entender el mundo de los negocios. El problema aparece cuando el proceso de identificación e integración de los trabajadores se tiene que producir en ambientes con una cultura débil o difusa o indefinida, pero también en aquellos casos en los que la introducción en el equipo se produce en entornos con una cultura arraigada, espartana, que es sabido que genera malestar. El mismo problema también se crea en situaciones de cambio o de confrontación cultural debido a la convivencia de nuevas formas de comprender la realidad de la empresa con la pervivencia de viejos usos, lo que coloca a los trabajadores en el aprieto de tener que elegir a qué grupo de referencia sumarse. Un conflicto que tampoco es raro que se origine cuando empresarios o directivos de cierto calibre, armados con una personalidad más fuerte o arrolladora, imponen su criterio frente a otras unidades organizativas dirigidas por sujetos con menor empaque personal. El fenómeno de la “Fagocitosis” organizacional Lo que es un hecho natural y reconocible es que, de una u otra manera, los grupos humanos -sin excepción- subsumen o absorben a quienes llegan a adquirir la condición de miembros. De la misma manera –y no podía ser de otra– las empresas vinculan a los trabajadores mediante un proceso de inclusión cultural que llamamos integración y que, de no darse, representaría un fracaso adaptativo. De manera que ese complejo proceso de convertir o ganar a alguien para una “causa-empresa” se produce siempre; sí o sí. La diferencia estriba en que podrá tratarse de un proceso de vinculación articulado, intencional y dirigido o que, a falta de un modelo contrastado y fortalecido, se deje al arbitrio de los miembros averiguarlo y reinterpretarlo, situación que supone un conflicto porque, en vez de vincular, fagocita a los individuos que deben someterse a imperativos rectores inconsistentes y cambiantes al hilo de los acontecimientos, que son producto de la improvisación o que pueden ir variando a resultas de los intereses del momento. Cuando los resultados de explotación no son los esperados, al estancarse o reducirse los beneficios, al estrecharse los márgenes por operación y ante cualesquiera otros problemas de rendimiento, con incidencia en el normal y deseable discurrir de las actividades de las empresas, frente a situaciones que permitan cuestionar la efectividad del ratio productividad por empleado, los gestores tienden a preguntarse cómo se explica que no cuenten con una plantilla de alto rendimiento, cómo será posible que algunos de sus colaboradores no sean capaces de hacer algo más de lo que están haciendo y cómo se justifica que la empresa pueda tener en nómina trabajadores tan poco productivos o tan conformistas o tan desinteresados o tan ineficientes e, incluso, que haya alguno tan problemático. Pero pocas veces se plantean en qué medida están siendo afectados por el fenómeno de la fagocitosis organizacional, según el cual las empresas ejercen tal poder sobre los trabajadores que les terminan -literalmente- engullendo hasta hacerles a su imagen y semejanza. Una imagen y semejanza que correlaciona, entre otras, con situaciones como las que siguen: Cuando lo que impera es la voz del máximo dirigente o del propietario y, en consecuencia, se secunda el silencio de quienes no lo son. Casos en los que no se tiene por costumbre brindar participación para la toma de decisiones y que, como es natural, reina la inhibición tan solo porque no se dispone de la ocasión para ejercitar la iniciativa. Entornos con desequilibrios notables en el reparto de las funciones y de las cargas de trabajo en los que, a resultas de ello, los más se responsabilizan de menos y los más tienden a hacer lo menos. Ambientes laborales en los que súbitamente pueden darse exigencias contradictorias respecto de lo que se venía haciendo o pensando y en los que, a falta de consistencia, cualquier excusa o justificación parece posible. Situaciones en las que no habiendo un establecimiento de funciones claramente definido la indefinición deja espacio para desentenderse o para interpretar que la responsabilidad es asunto que atañe a otros. Empresas en las que la comunicación es deficitaria o anecdótica y por ello es factible reservarse información o no hacerse responsable de hacerla circular. Trabajos en los que la coordinación de acciones puede ser interrumpida por efecto de intromisiones o de puenteos que dan pie a entrometerse en ciertos asuntos o enseñan que es posible saltarse la jerarquía. Contextos con una baja cultura de apoyo por parte de la dirección y poco dados a la colaboración entre compañeros que, por consiguiente, respaldan la posibilidad de ir por libre. Situaciones en las que las bases de la autoridad no están claras y que suelen fracasar en la introducción o en la gestión de cambios, que terminan implantándose por imperativo del CEO, y en las que la cultura personalista hace que sea ésta la voz más audible, quebrando con ello el principio de autoridad para el resto de la jerarquía. Escenarios en los que la curva de salarios es poco competitiva y que también se caracterizan por introducir un sentimiento de cierta inseguridad en el empleo, lo que son argumentos para justificar la merma de calidad o la restricción del compromiso. En definitiva, es el caso de empresas regidas por contravalores en las que la estima hacia los trabajadores es directamente proporcional al aprovechamiento ventajista de los mismos y mientras dicho aprovechamiento dure. Propuesta para alinear Ahora bien, el problema al que se enfrentan las empresas es que si vincular supone gestionar el factor humano en favor de la productividad, no ser capaces de alinear a las personas con un proyecto en el que les merezca la pena participar impacta directamente en la línea de flotación del compromiso y genera desvinculación emocional, cuando no fuga de talento. Por lo que, ante las nuevas demandas sociales de los trabajadores, será impensable alinear a las personas si no se gana su confianza para influirles, si no se actúa con transparencia y honestidad, si no se hace gala de sensibilidad social, haciendo primar la sostenibilidad de los beneficios frente al mero lucro, y si no se consigue hacer que las personas encuentren motivos para sentirse felices en el trabajo. Es éste un compromiso para las empresas que albergan el propósito de mejorar sus resultados por la vía de la implicación de los trabajadores. Sin duda, los negocios necesitan disponer de un elemento aglutinador que permita integrar a las personas, dirigirlas y darles ocasión de “auto-dirigirse” para mejor rendir. En la mano de los empresarios está conseguir edificar una cultura de empresa que alumbre una comunidad auténtica capaz, a su vez, de fecundar un sentimiento integrador. Foto: pixabay La falta de ambición emprendedora nos condena al país de la micropymeEl ‘networking’ y el poder de la desvirtualización
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