Podemos adornarlo como queramos, pero es un hecho que los clientes mienten: mienten sobre lo que necesitan, sobre lo que valoran y sobre lo que quieren que les ofrezcamos. No se trata (únicamente) de una perorata del que escribe estas líneas, sino de datos contrastados. ¿Cómo nos hemos aproximado tradicionalmente a las necesidades de los clientes?
Históricamente si queríamos saber qué opinaban nuestros clientes sobre algo, los reuníamos y les hacíamos contestar extensas baterías de tests en los que les preguntábamos cuáles eran sus principales necesidades, qué características valoraban más y menos de nuestro producto, qué sugerencias nos podían aportar para mejorar, etc. En resumen, les pedíamos que escribiesen en una carta (¿a los Reyes Magos?) cuál sería el producto ideal que les gustaría que hiciéramos.
Con ese catálogo de necesidades, y tras pasarlo por el juicioso filtro del sentido común, nos afanábamos en construir un producto muy personalizado y a medida de los requisitos que nuestros clientes habían declarado como imprescindibles, lo lanzábamos al mercado y… ¡¡¡sorpresa!!! conseguíamos unas ventas paupérrimas.
¿Nos suena el escenario? Desgraciadamente recoge el 80% de los productos lanzados. ¿Qué hemos hecho mal? Todos los sesudos libros sobre marketing nos juran y perjuran que ésta es la mejor forma de construir un producto, y conceptualmente estoy de acuerdo en que un producto se debe basar en las necesidades del cliente, pero es que:
Todos los clientes mienten. No voluntariamente la mayoría de las veces, pero todos tendemos a confundir lo que se supone que deberíamos querer, lo que estaría bien tener, lo que nos gustaría tener, lo que deberíamos tener y, sobre todo, lo que estamos dispuestos a pagar.
La clave de lo anterior está en “lo que estamos dispuestos a pagar”, que no es lo mismo que lo que estaría bien. Entonces… ¿abandonamos toda esperanza, como decía Dante en La divina comedia? En absoluto, lo que está equivocado desde mi punto de vista no es el concepto de que debemos construir un producto sobre las necesidades de nuestros clientes, sino el cómo detectamos y valoramos dichas necesidades.
Históricamente nos hemos centrado en preguntar a nuestros clientes a través de complicados estudios de mercado, encuestas, o dios no lo quiera, a través de Focus Groups (sí, es una estupenda idea meter en una habitación a distintos perfiles, unos dominantes y otros no, y preguntarles qué opinan como grupo, aunque se pueden hacer bien, pero no es sencillo) en lugar de entenderlos.
O dicho de otra forma, para mí la clave no es preguntarles qué necesitan, sino entender el trabajo que quieren resolver, lo que pasa por comprender:
- DEFINICIÓN: ¿Cuál es la necesidad descrita de forma amplia que necesitan resolver? ¿Necesitan comprar una máquina de taladrar o colgar un cuadro?
- CONTEXTO: ¿Qué hace el cliente antes y después de consumir o utilizar nuestro producto/servicio?
- IMPORTANCIA: ¿Hasta qué punto es importante resolver el trabajo de la mejor forma posible para el cliente? (quizás no lo suficiente como para estar dispuesto a pagar).
- FRECUENCIA: ¿Cada cuánto sucede la necesidad que el cliente desea cubrir? (aunque sea algo importante, si únicamente sucede una vez cada 8 meses igual no está dispuesto a pagar lo que nosotros queremos).
- FRUSTRACIÓN: Directamente relacionado con las dos anteriores, ¿qué nivel de frustración le produce al cliente no encontrar una solución adecuada? (ojo con el matiz).
Para poder entender y valorar adecuadamente estas variables, no basta con preguntar al cliente, hay que observarlo, empatizar con él y sentir su frustración y ver cómo afecta al resto de su vida (los clientes no paran el tiempo y se aislan para consumir nuestro producto, aunque los estudiemos como si así fuera).
Para cerrar el artículo, nada mejor que citar la definición de “trabajo” que utilizan en Black&Decker:
En Black&Decker no vendemos máquinas de taladrar… vendemos agujeros bien hechos
Foto: © Polycart, distribuida con licencia Creative Commons BY-2.0.