Los algoritmos son los responsables de que veamos determinadas noticias al navegar por Internet, de que Google nos recomiende una cortina de ducha y no otra, o de que Facebook nos muestre el estado de ánimo de un amigo concreto, aunque no le hayamos visto en años.
La palabra de moda, sin duda, con el permiso de pandemia o mascarilla, es algoritmo, y además parece que esa moda no será pasajera.
No hay más que echar un vistazo a las noticias de los últimos días para ser conscientes. El algoritmo que decide las restricciones de viajeros, el que medirá lo que cobran los periodistas de determinado diario, el que predice si habrá una cuarta ola de la COVID-19 o el que nos ayuda a componer el próximo éxito musical… Vivimos rodeados de algoritmos, pero ¿sabemos qué son realmente?
Qué es un algoritmo
Si acudimos a la Real Academia de la Lengua Española, vemos que un algoritmo no es sino el “conjunto ordenado y finito de operaciones que permite hallar la solución de un problema”. Una definición que no solo tendría relación con los cálculos matemáticos, sino también con algo igual de presente en nuestros días: la tecnología.
“Es un concepto inherente al de Inteligencia Artificial, tan de moda por la explosión de las capacidades informáticas y la bajada del coste computacional (de los chips, básicamente). Para que exista esa «inteligencia», es imprescindible el desarrollo de muchas líneas de código, de programación, de servicios conectados entre sí”, explica Juan Belinchón, CTO de la compañía INLAB Digital, dedicada a la publicidad digital y que cuenta con su propio algoritmo.
Y, claro, habiendo desarrollado un algoritmo propio, es capaz de darnos un ejemplo muy gráfico para que lo entendamos todos: “Imaginemos que la familia Martínez vive en Madrid y quiere pasar unos días de vacaciones en Santander. Durante el trayecto, el vehículo debe transitar por las vías correspondientes, tomar los desvíos apropiados y tener en cuenta aspectos como el nivel de gasolina, las paradas para descansar o el estado de la calzada, además de otras situaciones intempestivas, como el pinchazo de una rueda, una avería o, en el peor de los casos, un accidente. El algoritmo que gobierna el coche no es más ni menos que la herramienta (líneas de código) que permite al vehículo tomar las decisiones adecuadas en cada momento”.
¿Cómo funciona un algoritmo?
Básicamente, al igual que en el caso del coche, un algoritmo intenta replicar los procesos de decisión del cerebro humano. Prácticamente, un algoritmo realiza el mismo proceso de búsqueda que una persona, pero en apenas unos segundos.
Imaginemos que buscamos en Google “pan casero”. Las páginas que nos mostrará el buscador son el resultado del algoritmo que utiliza. Por ejemplo, entre otros datos, tiene en cuenta nuestra localización (y por ello, nos ofrece las panaderías que tenemos más cerca de nuestra casa) o nuestras búsquedas más recientes relacionadas (esa es la razón de que nos muestre también la receta del pan casero de la web en la que normalmente consultamos nuestras dudas a la hora de cocinar y no otra).
También un algoritmo es el responsable de que Facebook nos muestre determinados anuncios. Si, por ejemplo, seguimos páginas de protectoras de animales o de clínicas veterinarias, el algoritmo supondrá que tenemos una mascota y decidirá mostrarnos anuncios y recomendarnos seguir otras páginas de productos para animales.
En definitiva, los algoritmos aprenden (es el llamado Machine Learning) y lo hacen en función de la información que nosotros mismos les ofrecemos, según nos comportamos.
Las webs que consultamos, las búsquedas que hacemos, la frecuencia con la que interactuamos con determinadas publicaciones… Toda esa información es la gasolina con la que el algoritmo funciona y, lo que es más importante, perfecciona su funcionamiento.
Un algoritmo que se alimenta de datos
Como señalábamos, los algoritmos tienen que ser entrenados. Pero ¿cómo? Con datos y cuantos más y de mayor calidad, mejor.
Si retomamos el ejemplo del viaje en coche que planteaba Juan Belinchón, “cuanta más información sea posible volcar sobre el sistema, más preciso y efectivo será. Cartografía, mapas de carretera, previsión meteorológica, estado del vehículo, años del conductor y de su licencia de conducir, información sobre su descanso previo al viaje… Todo aquello registrado en viajes anteriores, tanto por él mismo como por cualquier otro vehículo sirve para alimentar el algoritmo. Se trata de conocer las situaciones que pueden darse durante la ruta, para anticiparse a cada una de ellas y encontrar soluciones a problemas”.
Pero el quid de la cuestión radica en cómo le damos esa información, cómo se suministran los datos con los que se alimenta el algoritmo y cómo los “digiere”.
La fórmula está en los condicionantes, las denominadas sentencias condicionales «If» -en español el habitual “y si”-, que nos llevan a tomar una decisión en función de una situación u otra.
De ahí la importancia del valor de los datos con los que hemos construido, alimentado y entrenado al algoritmo. “Si los mapas no están actualizados o no son correctos, el vehículo podría tomar la ruta equivocada. Son cosas que pueden solucionarse por el camino estableciendo otro ‘If’. «Si falta algún mapa, envía una alerta al programador». Recibido el aviso, el desarrollador facilitará las coordenadas al sistema, que se guardarán para futuros viajes. El problema no se repetirá”.
Y ese es el gran reto de futuro: dotar de la información correcta a los algoritmos que marcan nuestros días, nuestros vehículos, neveras, redes sociales o intenciones de voto. Datos correctos y “neutros” por decirlo de algún modo, que además deberemos controlar siempre para poder corregir cualquier error.
De lo contrario, correríamos el riesgo de caer en casos de uso racistas, deep fakes o, incluso, ciberataques.
La ética de los algoritmos
No son pocos los casos de algoritmos que funcionaban con la información “correcta”. Twitter, por ejemplo, se vio obligada a corregir su algoritmo de recorte de imágenes tras denunciar (y demostrar) un usuario que este siempre elegía rostros de personas blancas y “descartaba” los de personas de color.
¿La razón? El repositorio de imágenes con el que se había entrenado al algoritmo contenía una cantidad desproporcionada de rostros blancos frente a los de color y así Twitter habría aprendido a destacar más estas caras que otras.
Y es que al final los algoritmos aprenden como si fueran niños, con las imágenes y la información que les proporcionamos los humanos. ¿El desafío? Que la ética sea un compañero indispensable en ese aprendizaje.
No en vano son ya muchas las voces que plantean la necesidad de una Inteligencia Artificial ética y, con ello, un desarrollo de algoritmos sin sesgos raciales o de género, por ejemplo.
Solo de este modo el coche con el que iniciábamos este artículo llegará al destino correcto.