Por qué no tengo motivación

Motivación frente a ganas

Pues ya lo has leído. No tengo motivación para escribir este artículo. Pero el caso es que aquí estoy, escribiendo.

¿Tú tampoco tienes motivación para leer el artículo? Pero aquí estás, leyéndolo.

De niño solía encargarme en mi casa de hacer las pequeñas compras. En una ocasión, mi madre, Angelita, me pidió que fuese al ultramarinos a buscar leche y pan, creo recordar.

Esa encomienda me pilló leyendo tebeos tan ricamente en un sillón, así que de forma casi automática le dije esto a mi madre:

—Mamá, no tengo ganas de ir a comprar.

Mi madre, que tenía tres hijos más y estaba todo el día trabajando, me miró con la superioridad que solo una madre puede mostrar y me dio una orden argumentada:

—Niño, pues hazlo sin ganas.

Luego añadió un insulto que no necesito especificar.

Entonces, ¿se puede «no tener ganas» de hacer algo y sin embargo hacerlo?

Ya te digo.

Angelita lo demostró con esta master class titulada «gestión de la motivación en dos segundos».

Y como en aquella ocasión en que me resistí a levantarme del sillón, ahora mismo tampoco tengo ganas de elaborar este contenido.

Luego te contaré por qué estoy trabajando a pesar de no tener las ganas de hacerlo. Pero seguro que intuyes las razones.

Por tanto, la idea que da título a este artículo tiene un error de concepto, un error que cometen muchos «especialistas en recursos humanos»: equiparar emociones y motivaciones, ánimos y motivos, sentimientos y aspiraciones.

Tener motivación no es tener ganas, tener motivación es tener motivos.

Y de este axioma de la psicología se desprende uno de los mejores consejos que puede recibir un directivo:

A tus profesionales no les des ánimos, dales motivos.

De hecho, casi todo lo que nos ocupa cada día en contextos personales u organizativos lo hacemos sin sentir ánimos o ganas específicas de hacerlo. Además, gran parte de nuestros comportamientos cotidianos se producen de forma no consciente, es decir, sin que medien pensamientos o instrucciones verbales explícitas, sean propias o ajenas.

Por ejemplo, los últimos párrafos los he elaborado en «modo concentración», sin ser consciente sobre qué tipo de ganas sentía al hacerlo y sin conocer los motivos que me han llevado a escribirlos. Pero esos motivos existen. Por definición.

Cuando cada mañana te tienes que levantar para ir a la oficina no verbalizas ni piensas “me voy a levantar porque tengo que ir a la oficina”. Simplemente te levantas y vas.

No vas al trabajo «porque» tengas o no ganas, o sientas o no emociones buenas o malas. Vas porque tienes muchos motivos. Bueno, al menos uno. Porque un solo motivo puede ser suficiente.

Recapitulemos.

Tú y yo estamos escribiendo y leyendo este artículo respectivamente, con o sin ganas de hacerlo, porque tenemos motivos para hacerlo. Al menos, uno cada uno.

Dicho todo esto, un título más apropiado para este artículo hubiera sitio este:

Por qué no tengo ganas pero sí motivación para escribir este artículo.

A partir de estas reflexiones inicialmente desganadas voy a atreverme a enunciar la «primera ley obvia de la motivación».

Primera ley obvia de la motivación

Los profesionales solo cambian cuando tienen más motivos para cambiar que para permanecer igual.

Y de esta obviedad tantas veces obviada en la gestión de la motivación de las personas en los equipos y en las empresas, podemos obtener un corolario sencillo:

Corolario de la primera ley obvia de la motivación

Los factores o contextos que influyen en las ganas que sentimos de hacer las cosas no necesariamente son los mismos que influyen en que las hagamos.

Te cuento algo personal.

Me he retrasado en la entrega de esta publicación porque ando enfermo, debido a estas gripes de la modernidad que nunca acaban. Y a la par que siento cero ganas de currar, tengo un motivo insoslayable para hacerlo: como profesional autónomo, si quiero ingresar, debo laborar.

Pero, ¿qué pasaría si mis achaques me impidieran siquiera ponerme delante del teclado?

Pues que mis ganas y mis motivos para trabajar, cualesquiera que fuesen, serían derrotados por mis limitaciones físicas.

Lo que me lleva a enunciar mi «segunda ley obvia de la motivación».

Segunda ley obvia de la motivación

Los profesionales, aunque quieran, no siempre podrán.

Las organizaciones deben propiciar que sus integrantes cuenten con el mayor número de recursos posibles que faciliten su bienestar y su actividad y propicien el desarrollo de su potencial.

Una cultura de empresa que «pone a las personas en el centro» debe transformar eslóganes individualistas tales como «si quieres, puedes» en otros más comunitarios como «juntos y con apoyos, podemos».

Y como no hay principio sin su corolario, aquí va el que corresponde.

Corolario de la segunda ley obvia de la motivación

En la empresa, no «les toques» la actitud, céntrate en sus comportamientos.

Cuando pides a tus empleados que «mejoren su actitud» o sus ganas, en realidad lo que quieres pedirles es que mejoren conductas concretas, y para ello deberías gestionar las condiciones, recursos y contextos que propicien y motiven el cambio y el aprendizaje necesarios. La buena actitud y las ganas serán consecuencia de ese cambio.

Ya sabes, en lugar de usar frases manidas genéricas y confusas como «lo importante es la actitud», especifica a tus colaboradores qué tienen que HACER para mejorar, qué van a conseguir haciéndolo y ponte a ayudarles para que lo hagan.

A un profesional hay que pedirle esfuerzo y profesionalidad, pero obligarle a sentir pasión o tener ganas es un error y una frivolidad.

Si tu lectura ha llegado hasta aquí, sin ganas pero con motivación, es probable que también te motiven los contenidos de mi newsletter «Supermotivación», incluso aunque tampoco tengas ganas de suscribirte. Yo ahí lo dejo.

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