Hace unos días publiqué un tuit que generó cierta polémica. Fue este:
“No te pido que para opinar hayas estudiado psicología, pero no hables de psicología como si hubieses estudiado”.
Hubo un par de aparentes ofendidos con esta reflexión, pero solo dos, eso ya es excepcional. Créeme.
El sentimiento de ofensa seguramente provino de una interpretación errónea de mi frase que, como puedes comprobar, no afirma que para opinar tengas que tener conocimientos especializados de algo, sino que si no los tienes, parece razonable opinar con prudencia y con humildad.
Aunque en redes sociales la razón más habitual para «ofenderse» no son las publicaciones o ideas en sí mismas que compartes, sino que el hecho de no caer bien a algunas personas hace que siempre prefieran elegir la peor interpretación posible de lo que publicas.
Como puedes imaginar, estoy acostumbrado a que personas legas en la ciencia del comportamiento opinen con suficiencia sobre ella, como recoge esta surrealista conversación que mantuve con una persona con una autoestima equilibrada:
—Yo no estudié psicología, pero posiblemente sé tanta psicología como tú.
—Hombre, yo creo que no.
—¡Cuánto ego tienes!
Te cuento mis vicisitudes con los debates sobre psicología con el único fin de sacar esta conclusión:
Se dice que hay mucho «síndrome del impostor», pero yo veo mucho más síndrome «yo-sé-de-tó».
Siguiendo con humor, podría añadir que en estos tiempos de opiniones exprés y cultura en formato TikTok, aunque la gente pueda sufrir muchos problemas, parece que la baja autoestima no es uno de ellos.
Pero si me pongo en plan profesional, te diré que lo que nos ocurre a todos es que los momentos de baja autoconfianza coexisten con las sensaciones de gran autoestima, y esta variabilidad es contextual, temporal y experiencial.
En este artículo voy a intentar convencerte de que no tienes ningún síndrome del impostor, solo eres humilde.
Y si no logro persuadirte, tendré que aprovecharme del sesgo de autoridad que me proporcionan mis estudios de psicología. Pero, espera, que esta estrategia tampoco suele funcionar:
Con el mecánico:
—Su coche tiene un problema con el volante motor bimasa y hay que cambiarlo.
—Si usted lo dice, habrá que hacerlo.
Con el profesional de la psicología:
—Su problema no es un «síndrome», es ansiedad ante las tareas más difíciles.
—Bueno, esa es su opinión.
Creemos que somos mejores de lo que somos, y eso es bueno
Ya has visto que todo el mundo cree saber más psicología de la que sabe. Pero es que, además, todo el mundo cree saber más psicología que la mayoría.
Incluso con facetas vitales o profesionales en las que sabemos que no destacamos ni somos especialmente hábiles, tendemos a pensar que somos mejores que la mayoría.
El conocido “efecto mejor que la media” (the better-than-average effect) describe la tendencia que tenemos a calificarnos como superiores a la mayoría de las personas de un grupo en una o varias virtudes, rasgos deseables o habilidades personales o profesionales.
Si eres profesor, qué duda cabe de que te considerarás de los mejores maestros. Y también pensarás que eres mejor conductor que muchos, un ciudadano más ético que la mayoría y un amigo de tus amigos de los que ya no hay.
Un estudio de 2005 (1) reveló que el 80% de los participantes se consideró mejor que la medía en la habilidad de conducir; el 90% creía que enseñaba mejor y el 70% que eran mejores líderes.
Otro estudio muy reciente (2) ha confirmado los resultados de otro experimento ya clásico realizado por Svenson (1981), en el que la mayoría de los participantes calificaron su habilidad y seguridad al conducir por encima de la media.
Mis artículos también son mejores que los que escribe la mayoría
Por supuesto, yo también pienso que mis artículos, incluido este, son mejores que la media de los artículos que se publican en este medio.
Y es bueno, para mí, creer que soy bueno elaborando contenidos, porque eso motivará mi actividad de escritura y comunicación, y me dará más seguridad para presentarme ante los clientes y conseguir buenas condiciones de colaboración.
De hecho, otro experimento social (3) concluye que creerse más inteligente de lo que se es, es bueno para la «salud mental» y seguramente una buena autoestima tendrá un efecto positivo generalizado sobre la vida y la satisfacción de las personas.
En síntesis, el ego es el motivador más natural y efectivo que tenemos, pero al pobre le han puesto un mal nombre.
En otro artículo ya te propuse sugerencias para mejorar tu autoestima profesional.
En esta ocasión te planteo una reflexión relacionada: como profesional, ¿puedes sentir autoconfianza e inseguridad al mismo tiempo?
Mi respuesta rápida es que el ego y el sentimiento de la propia debilidad son dos caras de la misma moneda, es decir, que la familiar percepción de autoestima se genera por contraste con la también conocida percepción de falta de confianza.
Dicho de otra forma, aprendes a reconocer cuándo confías en ti también por la ausencia de sensaciones de desconfianza, y viceversa.
Un experimentado conferenciante puede sentirse intimidado por el éxito de una gran intervención previa de un ponente especialista en la misma temática.
En esta situación, algunos pensamientos negativos pueden cruzarse en su camino al estrado:
¿Y si no soy tan buen comunicador (debilidad) como siempre he creído (ego)?
En otro ejemplo, una directiva reconocida en su empresa desde hace años puede sufrir ansiedad cuando su organización cambia de manos e inicia un proceso de valoración de todos sus profesionales. A pesar de sus numerosos logros anteriores, la directiva podría empezar a experimentar incertidumbre: ¿Y si no soy tan buena líder en unas condiciones organizativas diferentes?
Demasiadas personas, cada vez más, despacharían los casos del conferenciante y la directiva con un diagnóstico rápido: ambos padecen el síndrome del impostor. Y se quedarían tan anchos.
Mi opinión es diferente. Te la cuento, por si te interesa conocerla.
No tienes ningún síndrome del impostor, solo eres humilde
Imagina que cuando no sabes algo, en lugar de decirte que no lo sabes, te dijeran que tienes el «síndrome de la ignorancia». ¿Ves la tontería?
Esto de clasificar a la gente usando etiquetas grandilocuentes, incluso psico-psiquiátricas, tiene una ventaja y dos inconvenientes.
Primero, vamos con la ventaja: clasificar mola.
Meter un problema en una de las carpetas específicas de nuestra estantería de “explicaciones de la vida” nos hace sentir seguros, aunque una mera etiqueta no sirva para encontrar la solución, puesto que la argumentación que ofrece es circular:
“La directiva declara sentirse insegura porque tiene el síndrome del impostor. Y se sabe que tiene ese síndrome porque ha declarado sentirse insegura”.
Vamos ahora con los dos inconvenientes de la sobreetiquetación.
Creo que no yerro al afirmar que toda la población mundial siente o ha sentido poca autoconfianza respecto a su valía personal y profesional. Y seguirá pasando. Así que podríamos decir que toda la gente padece de «imposturitis». Y si todos podemos ser clasificados con una misma etiqueta, esa etiqueta no tiene valor clasificatorio conceptual o explicativo.
El segundo inconveniente es más grave.
Es una práctica perniciosa calificar a los demás, pero es aún peor cuando somos nosotros los que nos aplicamos las etiquetas, porque estos diagnósticos superficiales dificultan conocernos y conocer los factores implicados en el problema y en su solución.
Algo peor que atribuir mal las causas de una actuación inefectiva es no buscarlas para definirlas operativamente porque ya has “clasificado el problema”.
El autoetiquetado compulsivo y el etiquetado de reputación
El “autoetiquetado compulsivo” consiste en “ponerle nombre” al problema (a lo que haces, piensas o sientes mal), en lugar de enfocarte en encontrar los factores implicados y la solución.
Pensamientos negativos tenemos todos, a veces compulsivamente. Y pueden ser problemáticos. Pero lo importante es analizar su función (qué los mantiene), no ponerlos nombrecitos.
Por otro lado, el “etiquetado de reputación” reside en diagnosticar los problemas ajenos simplemente poniéndolos nombre para así aparentar que se sabe de lo que se habla.
Hay que ser muy prudentes para no clasificar a la gente solo para aparentar conocimiento.
Y tienes que ser práctico para evitar creer que las etiquetas solucionan tus problemas.
No tienes ningún síndrome del impostor, simplemente es normal tener pensamientos ansiógenos y dudas acerca de tu competencia y valía personal y profesional.
La mejora de estas situaciones que nos hacen sufrir no pasa por etiquetarlas, sino por analizar funcionalmente en qué contextos suelen ocurrir, qué hacemos y pensamos cuando ocurren y qué consecuencias positivas y negativas tiene nuestro comportamiento sobre esa ansiedad y sobre los logros que perseguimos.
Lo que no sirve seguro, y además es perjudicial, es psicologizarlo todo y calificar de síndromes a emociones negativas normales como la ansiedad o la frustración.
En fin, que no somos conscientes de las trolas etiquetadoras que nos cuelan y nos colamos como pseudoexplicaciones.
Hay profesionales que no es que tengan el «síndrome del impostor», sino que son impostores
Pero les resulta más práctico creer que tienen un síndrome, en lugar de dejar su puesto a gente verdaderamente cualificada para las funciones específicas de ese puesto.
¿Pero quién podría tirarles la primera piedra?
De alguna forma, todos somos impostores si nos comparamos con un profesional mejor o más efectivo que nosotros en un momento dado, en un contexto específico y para un tipo de tarea concreta.
Otra cosa es que podamos darnos el lujo de reconocerlo, porque la sinceridad extrema y la supervivencia no siempre hacen buenas migas.
En educación y en la empresa habla más de comportamientos y habilidades y menos de etiquetas.
Por favor, no me diga usted cómo se llama «lo que tiene» mi empleado, dígame qué conductas debe aprender para mejorar, en qué contextos y cómo, y déjese de hacer diagnósticos para aparentar autoridad.
La gente tiene pensamientos negativos y siente ansiedad ante la posibilidad de fracasar y equivocarse en las relaciones, en el trabajo y en sus metas.
Y es normal. Y hay que seguir y aceptar que no somos perfectos.
Las cuatro virtudes profesionales
Cuando tu autoconfianza profesional sufra altibajos, tal vez pueda ofrecerte guía, motivación y consuelo seguir mi modelo de las cuatro virtudes profesionales:
- Humildad: “Debo mejorar”.
- Confianza: “Lo estoy haciendo bien”.
- Excelencia: “Lo hago lo mejor posible”.
- Aceptación: “Siempre alguien lo hará mejor”.
Pensar que tal vez no somos unos profesionales tan fetén como creemos puede darnos algo de ansiedad, pero nos prepara para superar la frustración cuando los demás se den cuenta de que, efectivamente, no lo somos.
Porque no todos podemos ser mejores que la media. Porque a veces no somos siquiera mejores que muchos compañeros de la oficina.
Pero lo importante es, ya sabes, humildad para seguir mejorando y aceptación de que siempre alguien lo hará mejor.
En un museo de arte contemporáneo en el que trabaja una amiga, tienen a una señora de la limpieza que todos los días les pregunta: «¿Esto es arte o lo tiro?». (4)
Si quieres mejorar la incómoda sensación de impostor que tienes algunas veces, haz como esta sabia limpiadora: revisa con frecuencia tu repertorio de habilidades y pregúntate: ¿esta es una buena competencia o la tiro?
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(1) Alicke, Mark & Govorun, O. (2005). The better-than-average effect.
(2) Koppel, L., Andersson, D., Tinghög, G., Västfjäll, D., & Feldman, G. (2021, September 25). We are all less risky and more skillful than our fellow drivers: Successful replication and extension of Svenson (1981).
(3) Humberg, S., Dufner, M., Schönbrodt, F. D., Geukes, K., Hutteman, R., Kuefner, A., Back, M. (2018, April 15). Is Accurate, Positive, or Inflated Self-Perception Most Advantageous for Psychological Adjustment? A Competitive Test of Key Hypotheses.
(4) Tuit de @clapformarta
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