Desde hace más de dos meses no salgo de mi asombro: las colas de cientos de personas que esperan a entrar en la última gran superficie textil que ha abierto en la Gran Vía madrileña me tienen “ojiplático”. Ya está, si no lo digo reviento.
Paseo a menudo por el centro de Madrid, y a las habituales mareas humanas navideñas, este año se ha sumado la de los miles de pacientes clientes de esta tienda: ¿qué les ofrece para justificar esta larga espera?
Vaya por delante la admiración por su éxito. Está claro que hay algo de fenómeno social en esta perenne cola, hasta mi hija de diez años lleva semanas insistiendo en que ella también quiere ir, como han hecho muchas de sus compañeras del cole. Pero estoy convencido de que la última razón que esconde esa cola no es una oferta diferenciada (que sin duda es acertada), ni la promesa de moverse por un insólito espacio comercial (también atractivo). La razón que explica el fenómeno son sus precios.
Sin duda, la marca ha logrado posicionarse como el mayor referente en moda de lo que los expertos llaman compra inteligente o, lo que es lo mismo, el mejor precio en relación con el grado de satisfacción del cliente. Revisando su catálogo compruebo que el reconocimiento hace justicia: algunas de sus etiquetas me trasladan a hace más de dos décadas… y a una nueva reflexión.
Instalándonos en una fantasía
Queda claro que el pricing es el gran factor competitivo de cualquier negocio, en especial en retail. Nadie lo duda. El mercado global y las economías de escala han permitido una deflación en el PVP de muchos productos básicos como nunca antes habíamos visto, situación que también han propiciado las comunicaciones, los sistemas de transporte, los nuevos modelos de gestión y la más profunda crisis económica que este continente ha sufrido en décadas.
Y el problema es si estamos instalándonos en una fantasía. La crisis puso en entredicho muchos de los principios de la sociedad de consumo, entre ellos el de crecimiento ilimitado, pero da la sensación de que en lugar de abrir camino hacia un modelo sostenible, estemos eligiendo la comodidad de un sucedáneo de épocas pasadas.
Tan cierto como que lo peor de la crisis quedó atrás, es que construimos la sociedad de los 1.000 euros/mes. Son muchos los ciudadanos que deben cubrir sus necesidades con estos ingresos e incluso menores, y al calor de esta situación crece una oferta de comercios y hostelería con unos precios que, como poco, hace diez años hubieran sido inimaginables. Desde luego no se puede culpar a estos negocios de la situación, pero ¿hacia dónde nos lleva esa nueva cultura de compra?
Estrangular al proveedor
La filosofía low cost se extiende a todos los escenarios económicos. Creo que pocos lo negarán. Un buen ejemplo lo tenemos en las Administraciones Públicas. Con el telón de fondo del recorte presupuestario, algunas estrangulan tanto al proveedor que se pone en entredicho la viabilidad de los servicios que se confían, por no hablar de la calidad. No quisiera que estos ejemplos se convirtieran en una distracción del verdadero problema, pero el tema de la limpieza en la ciudad de Madrid o el funcionamiento de un servicio tan bien recibido como el de BiciMad ilustran la situación.
Y en este contexto hay otro problema del que no se habla, el de los contratos de suministro público. Es un comentario que oigo en las empresas, las condiciones empiezan a ser solo asumibles por la gran empresa que puede jugar con las economías de escala o la subcontrata. Sin duda, está bien mirar por las finanzas públicas, pero también por la viabilidad de esas pymes que ahora consideran imposible optar a esos concursos. Sí, el mercado tiene sus reglas, pero entre todos debemos a contribuir a que éstas sean justas.
La cultura de la subcontrata
Otro sector que sabe mucho de economía low cost es el de los profesionales freelance. Todos sabemos que las empresas de servicios que optan a los concursos de las Administraciones Públicas o de grandes organizaciones empresariales no siempre realizan el trabajo final. Cada vez es más común que se subcontrate la prestación efectiva del servicio encargado, incluso en dos procesos: subcontratas de subcontratas.
Este encadenamiento de proveedores en la prestación de servicios, viciado desde su propio origen por una dura política de precios, llega al freelance en condiciones inasumibles. O, mejor dicho, solo asumibles por la vieja regla de las lentejas: las tomas o las dejas.
¿Quién rompe la inercia?
El problema es que corremos el riesgo de que entre todos construyamos un entorno económico de bajo precio, y no sé a quién va a beneficiar. En la medida que se extiende, contamina más estratos empresariales obligándoles a trabajar más por volumen que por calidad. Es una situación que ahora estamos en condiciones de atajar, debemos recuperar esos objetivos de competitividad internacional de nuestras pymes y volver a nutrir los presupuestos en I+D+i.
Hace unos días oí en la radio que los Santa Claus que sonríen a nuestros hijos esta Navidad cobran 6 euros la hora, a alguno de ellos habría que nominarle para un Goya. Iniciamos un nuevo año, una oportunidad para hacer las cosas mejor, y pagar el precio justo es una de ellas.
Foto: Consumerist Dot Com