Ningún empresario pondría en duda el valor de activos tales como el saber hacer, las patentes, las licencias, los acuerdos, las alianzas, los contratos, la base de clientes, la propiedad intelectual, la marca y los nombres comerciales, pero es notorio que no sucede lo mismo con aquellos recursos que no tienen reflejo directo en el balance, como es el caso de bienes intangibles tales como el talento o el capital intelectual, la reputación o la responsabilidad social. Sin embargo, la gestión de estos activos resulta crucial para la conformación de las percepciones del grupo de interés interno, una mezcolanza de reacciones afectivas que sobre la empresa van formulándose, diacrónicamente, los trabajadores a resultas de observaciones y vivencias que van experimentando, lo que se resume en una imagen mental atractiva, de rechazo o de indiferencia.
Una cuestión sobre la que hay que tomar conciencia porque la plantilla configura un colectivo singular que –no lo olvidemos- resulta imperativo fidelizar, a favor de los objetivos empresariales y en pro de su rentabilidad, una vez que se cumple que toda actividad empresarial depende del hacer de su equipo.
Comunicar para crear valor
Supuesta la práctica del buen gobierno, la comunicación es uno de los instrumentos de los que disponemos para fortalecer la reputación de la empresa y, por consiguiente, su imagen de marca y su propuesta de valor, tanto de cara al exterior como internamente, pues es de aplicación el principio que sentencia que lo que la empresa no comunica no se traduce en valor para la empresa.
Sin embargo nos seguimos encontrando con organizaciones que, si bien apuestan por el marketing relacional, evidencian un déficit de interés comunicacional hacia el interior. Una realidad que se subraya por la falta de un propósito comunicativo dirigido a la plantilla, la inexistencia de un plan, la ausencia de presupuesto, la descentralización de los flujos informacionales unida a la emisión de mensajes sin preparación especial, la carencia de indicadores de gestión sobre los objetivos y efectos de la comunicación; todo lo cual denota una falta de planificación de acciones y de medios e impide gestionar influencia alguna.
Razones para discrepar
Ahondando en los porqués de las resistencias a abrir el diálogo interno, en primer lugar destaca la oposición argumental de algunos gestores que tienen visiones pesimistas o amenazantes sobre la función de comunicación interna, aun cuando entre ellos los haya que admitan abiertamente su importancia en los procesos de generación de valor diferencial. Lo que es un hecho cierto es que la comunicación interna sigue siendo motivo de controversia.
Razones para discrepar no faltan porque los comunicadores internos no ofrecemos criterios concordantes sobre la medición de sus efectos, mayoritariamente tendemos a justificar su importancia mediante aproximaciones indirectas, nos armamos de premisas cualitativas y, por ahora –que yo sepa-, no somos coincidentes en la fijación de ratios de progreso para la estimación de su valor, si bien tenemos que admitir que cada organización debe establecer y adaptar sus propios indicadores clave y desarrollar sus propias métricas de conformidad con sus objetivos y particularidades. Prueba de ello es que la mejora de la medición de los efectos de la comunicación, para objetivar resultados y acreditarse, es nuestra prioridad actual.
Tales disensiones minan la capacidad de influencia de los comunicadores y explican que el interés de algunos empresarios decrezca en proporción directa a la dificultad para valorar el retorno de la inversión -en comunicación interna- en términos de resultados, máxime cuando rige el principio de que “lo que no se puede medir no se puede gestionar.” Por ello, aunque la deficiente gestión de los activos y de los recursos intangibles termina siendo letal, hay gestores que, por mucho que se les presione, se desentienden de aquellas actividades o funciones que, suponiendo un coste, no terminan de reflejar su impacto en la cuenta de resultados.
Confluencia de intereses
Es verdad que no resulta nada fácil establecer criterios “causa-efecto” en esta materia debido a la dificultad objetiva para aislar las numerosas variables intervinientes en los efectos que pretendemos provocar, pero de dicha condición estratégica no puede privarse, como es lógico, a la comunicación interna, una función relacional con el propio público interno, que resulta decisivo administrar para conseguir alinear el interés de la plantilla con los objetivos del negocio.
Tomar conciencia de ello es una prioridad, como lo ha puesto de relieve este mismo año la decimoctava edición del Anuario de la Comunicación, en el que se recogen las principales tendencias mundiales de la comunicación corporativa y en el que se pone de manifiesto la importancia estratégica que la comunicación sigue cobrando en Europa, cada vez con más fuerza, debido a la primacía de lo emocional sobre lo racional en lo que respecta a las relaciones de las empresas con sus grupos de interés; un marco en el que recuperar la confianza se ha convertido en un asunto de primer orden.
Es por ello que cuesta comprender cómo todavía algunos gestores desdeñan la importancia de una función dirigida a fomentar el sentimiento de pertenencia en las personas y, en consecuencia, a lograr reforzar su compromiso con la organización de la que son parte activa. Un objetivo que habitualmente etiquetamos con términos como: interesar, integrar, alinear, implicar, involucrar, ilusionar, motivar, enardecer o comprometer y que es posible alcanzar por medio del establecimiento de un diálogo interno dirigido a encontrar la convergencia de intereses si se acierta a poner en valor la información para despertar actitudes de lealtad; un sentimiento de gratitud espontánea basado en la percepción de la valía que para cada uno tiene el proyecto en el que se encuentra incurso.
Foto: kevin dooley