Cuando en una empresa las cosas no funcionan, nos pesará o no, pero lo que es probable es que habrá un porcentaje -por suerte- minoritario de empleados que será inevitable depurar para corregir la situación de raíz. En casos similares, en procesos de cambio y en situaciones de nuevos desarrollos organizativos he venido observando que resulta práctico clasificar la plantilla en tres tipologías de trabajadores, según sea su grado de involucración en el proyecto: los incondicionales, que son con los que de hecho se cuenta; los recuperables, que engrosan un porcentaje de empleados que están desencantados por vicisitudes diversas y que conforman el grupo de los que podríamos tildar de “pesimistas informados”, quienes, no obstante, todavía albergan cierta dosis de esperanza sobre la posible mejoría de la situación, y los irreconducibles para la causa, un tanto por ciento afortunadamente muy minoritario de sujetos que, debido a múltiples y variadas razones, representan un verdadero problema.
Siendo cierto lo anterior, no caben argumentos ni excusas que permitan eximir a la capa directiva de su responsabilidad en materia de conducción de personas, por lo que cuando las cosas no funcionan como debieran, y por numerosas que sean las explicaciones que podamos argumentar en descarga de los mandos, forzosamente tendremos que admitir que quienes están fallando son quienes deberían tener las claves para que las cosas funcionen a conformidad; es decir, para que las actividades se organicen como se tienen que organizar, para que los equipos actúen como tienen que actuar y para que las personas trabajen como tienen que trabajar.
Lo queramos o no, del equipo directivo depende la administración de los mecanismos que sea necesario articular para garantizar el correcto funcionamiento y, llegado el caso, son ellos, los directivos, quienes solo podrán disponer las medidas disciplinarias que correspondan en beneficio del conjunto, por la salvaguardia del espíritu común y con el objetivo de conformar equipos bien “engrasados”, adecuadamente coordinados y pertinentemente avenidos en pos de un alto rendimiento. Para lo cual se habrá tenido que imbuir el sentido de pertenencia, habrá sido necesario alentar la asunción de responsabilidades por parte de cada uno de los integrantes de la plantilla y se habrá tenido que concienciar a cada uno de los trabajadores en su papel y en la medida de sus atribuciones.
Cuando el equipo no funciona, no está de más preguntarse qué es lo que se habría tenido que haber hecho para que, en efecto, funcionase como debería. A bote pronto, con relación a la administración del personal, habría que habérselas ingeniado para, en el día a día, y muy especialmente en los procesos de cambio, conseguir ilusionar y comprometer a unos y otros, mediante acciones tendentes a involucrar a los incondicionales, impulsar a los recuperables y desvincular a los irreconducibles, de manera que se hubiera logrado infundir un verdadero sentido de equipo. Tres tendencias actuales pueden ayudarnos a transformar una empresa en una misión de la que merece la pena sentirse parte.
Acreditarse para liderar
Será posible mandar, pero ordenar dista mucho de persuadir y hoy en día solo se puede conducir a las personas si se gana la ascendencia sobre las mismas, lo que significa que, en la actualidad, el ejercicio de la autoridad descansa en el liderazgo y que dicha condición se demuestra no siendo obedecidos, sino siendo seguidos, una decisión personal que trasciende con mucho al acatamiento y que se abraza individualmente solo tras el hecho de reconocerse persuadido. Es un hecho actual que, para poder liderar, los dirigentes han de recuperar la credibilidad directiva. Una posición hoy puesta en cuestión y que no se adquiere por el mero hecho de ostentar una categoría de privilegio. Hay que ganársela mediante un comportamiento ejemplar.
Cuando el poder está repartido, la heterogeneidad de los estilos de dirección pone en situación de riesgo el ejercicio de la autoridad, por lo que aunar consignas, homogeneizar modos, consensuar prácticas y coordinar decisiones será condición necesaria para reforzar la autoridad de los mandos y salvaguardar el poder. Facultad que ha de mantenerse intacta y sin tacha, que es necesario ejercer en cercanía y que es imprescindible que se ejecute armonizando las relaciones entre mandos y subordinados.
La comunicación es la piedra angular de las transacciones y está en la base de todas las relaciones, luego aprender a comunicarse, esmerarse en establecer relaciones interpersonales de calidad y reforzar las propias habilidades de comunicación, en sentido amplio, es condición imprescindible de la práctica directiva. Pero como los hechos y las conductas tienen una fuerza comunicativa muy superior a la de las palabras, la acreditación del mando, además de en sus discursos, tiene que refrendarse mediante sus comportamientos. Actuaciones que han de servir de guía y han de ejercer de referente para quienes han de ser dirigidos, sujetos difíciles de convencer cuando no se acierta a explicar por sí misma la distancia que media entre el hacer y el decir de quienes mandan sobre ellos.
Si en algo puede representarse el día a día de las empresas, tal imagen la simboliza la Conversación con mayúscula, pues las empresas son un flujo sinfín de conversaciones que dan como resultado acciones diversas. Mediar en dichas conversaciones significa orientarlas, propiciarlas y alimentarlas para poder dirigirlas en la dirección deseada provocando los efectos necesarios para hacerlas productivas. Así consideradas, las funciones informativa y comunicativa adquieren un papel estratégico que, bien gestionado, incide en la calidad de las relaciones en las empresas, las cuales bien pueden aprovecharse de ellas para crear el relato de la actualidad, contar, persuadir y enamorar, una narrativa que cobra fuerza al transformarse en imágenes concebidas para dejar huella.
Capitalizar a las personas
La percepción del trabajo también ha cambiado. Los trabajadores actuales no solo se conforman con percibir una retribución. Hoy se espera que la empresa para la que se trabaja aporte algún beneficio adicional para que el empleo merezca verdaderamente la pena. De manera que los profesionales tienen la expectativa de poder mejorar sus competencias, albergan la ilusión de alcanzar la condición de expertos en su especialidad y valoran que su empleabilidad se incremente, por lo que la gestión del aprendizaje cobra especial relieve en la percepción de los trabajadores. Hoy no se concibe una empresa que no dispense oportunidades formativas útiles, eminentemente prácticas, ni la adquisición de conocimientos que no sean aplicables a la función que se desarrolla, cuestiones que redundan en la capacidad productiva de la firma, que deberá plantearse la estrategia formativa para incrementar sus capacidades empresariales.
De la misma manera, las personas buscan progresar, luego las empresas que no ofrecen posibilidades de desarrollo en su propio seno se limitan las opciones de retener el talento, incurriendo en el riesgo de desperdiciar las inversiones de tiempo y esfuerzo empleadas en disponer de trabajadores competentes para conformar equipos altamente cualificados. Un derroche de energías que representa un sobregasto que merma resultados y beneficios.
El trabajo de calidad requiere compromiso, pero no se puede pretender involucrar a alguien a falta de reciprocidad con él. Hoy, cuando los ciudadanos demandan bienestar, únicamente la percepción de los trabajadores de estar disfrutando de una calidad de vida laboral podrá transformarse en un sentimiento de involucración que aportará una ventaja productiva. Hoy, las personas buscan sentirse felices en sus trabajos o cuando menos conformes con las empresas para las que trabajan, luego la responsabilidad social empresarial se yergue como un faro en la niebla capaz de dirigir el rumbo de las relaciones entre empresas y trabajadores. Luego elevar a referente del comportamiento organizativo la responsabilidad evitará incurrir en un desequilibrio de fuerzas productoras de malestar.
Filtrar para mejorar
Mantener en la plantilla “jefes incompetentes”, “malos trabajadores” o “personas tóxicas” es un hecho manifiesto de irresponsabilidad gerencial y, además de ser un pésimo ejemplo, supone un perjuicio incuestionable para el conjunto, por lo que resulta imperativo erradicarlo cuanto antes, única manera de subsanar el error. Equivocación que si se formula con acierto y se informa adecuadamente representa un hecho ejemplar que posiblemente refuerza la reputación institucional.
Pero también incorporar nuevos profesionales pone sobre la pista de los criterios que maneja la empresa respecto de las personas. Así, dar ocasión de promover a los propios empleados, antes de acudir a reclutar profesionales externos, merecerá una consideración muy diferente a la que tendría la constatación de que se restringen, cuando surgen, las oportunidades de progreso.
De la misma manera, la inclusión de trabajadores con un talante personal que no guarda sintonía con la cultura de la empresa da pie para cuestionarse en qué medida los valores organizativos presiden las decisiones sobre el personal.
El trabajo es el objeto social alrededor del cual las personas se arraciman en las empresas, se relacionan entre sí e interactúan con propios y externos. Un ecosistema social que se realimenta con las contribuciones de cada uno de los participantes y en el que cada miembro antepone la demanda de tener ocasión de capitalizar sus aportaciones. Prueba de ello es que nadie trabaja por nada y que las actividades a título gratuito -obligatorias, amistosas, benévolas o de buena vecindad- no reciben el nombre de trabajo. De manera que, pactados los mínimos, superarlos requiere un liderazgo inspirador y la constatación de la reciprocidad de tal suerte que siempre se cumpla que a mayor contribución, mayor será el incremento de la ganancia. Una utilidad que en la sociedad actual excede el marco salarial al considerarla en términos de bienestar o de felicidad en el trabajo, un concepto muy amplio, pero no exento de concreción, que abarca todas las dimensiones de la persona y que resulta prioritario establecer, como en cada organización se entienda que mejor corresponde, para transformar una empresa en un lugar en el que merezca la pena trabajar.
Foto: Rafa Siquier