Kodak, Yoplait, Blockbuster…. Ejemplos de marcas hoy tan solo presentes en la memoria colectiva. Durante años contaron con un gran reconocimiento del consumidor, pero por una razón u otra no lo renovaron: no permitas que tu empresa se convierta en un agradable recuerdo.
Muy posiblemente, la pérdida de la batalla por la innovación se encuentra detrás de estos y otros muchos ejemplos, en los que ni siquiera su impacto de marca y experiencia remontaron nuevas coyunturas: «El valor de una empresa no depende únicamente de su conocimiento sino, sobre todo, de la adaptación de ese conocimiento a un entorno en constante cambio», advierte Antonio Flores, consejero delegado de Loop, consultora especializada en la definición de nuevos modelos de negocio y acostumbrada a bregar en el siempre complejo gran consumo, con un interesante discurso que invita a la reflexión.
¿Cómo mantener la vigencia de nuestros productos y servicios?, ¿cómo asegurar que nuestra marca sigue siendo «sexy» para el mercado? Flores considera que en la innovación está la clave, pero entendida como un modelo de gestión empresarial, «que permita evolucionar de forma constante, pero además recorriendo el máximo espacio en el mínimo de tiempo». El objetivo es que nuestro valor diferencial sea capaz de mutar de forma acompasada a su entorno.
Que la innovación no se convierta en una trampa
Sin embargo, advierte sobre una peligrosa dinámica. «El problema que subyace es que hemos acostumbrado al mercado a un continuo cambio, sobre todo por parte de los hábitos y cultura del consumidor. Y llega un momento en que esta necesidad de rápida renovación supera la capacidad de la industria para satisfacerla». Esta presión lleva a muchas empresas a fundamentar su innovación en argumentos menores, valores no necesariamente esenciales para el consumo de ese producto o servicio. En consecuencia, ese impulso innovador puede llevarnos a perder la esencia, el valor real.
Conocimiento/intelecto versus adaptación/inteligencia
Flores considera que la trayectoria de muchas empresas viene marcada por dos variables: «Conocimiento/intelecto y adaptación/inteligencia». En el primer concepto se aloja eso que sabemos hacer, «el oficio»: fabricar un producto u ofrecer un servicio, en la mayoría de los casos. Por su parte, «la adaptación o inteligencia es la capacidad de transformar dicho conocimiento en valor para la sociedad, algo que depende fuertemente del hecho de saber utilizarlo para satisfacer las necesidades concretas de los usuarios en un momento específico». Y es sobre esta base sobre la que siempre debemos fundamentar la esencia de la innovación.
Detrás de esa capacidad -esa adaptación o inteligencia- para seguir satisfaciendo al cliente, puede estar el elíxir de la eterna juventud empresarial: «La pérdida de valor no es necesariamente el resultado de una disminución del conocimiento, sino del desfase de ese conocimiento», insiste Flores, quien identifica distintas paradojas comunes en ese peligroso trayecto hacia la pérdida de valor:
Paradojas en la pérdida de valor
- Sobreespecificación. Cuidado con convertir la innovación en una huida hacia adelante: «Cada producto o servicio tiene un eje de valor muy focalizado, el problema es cuando queriendo dar respuesta a la renovación, lo perdemos». Y Flores añade un ejemplo: «A mí me resulta cómico ver a un padre llenar con una bomba de aire las ruedas de un cochecito de bebé». Todoterreno, frenos de disco… el impulso por renovar los modelos de coches de bebé lleva en ocasiones a ofrecer utilidades más propias de una bicicleta incrementando costes y PVP, que pueden hacernos perder competitividad. Es como si la renovación de un cuchillo nos lleva a fabricar una navaja suiza.
- Aumento de la diversidad comercial versus La diversidad tecnológica. ¿Qué café compro? La inmensa oferta del lineal en calidades, formatos, especialidades, empaquetado puede abrumar. Este problema se presenta cuando a una misma base de valor (tomar un café) le aplicamos una gran complejidad comercial (generamos decenas de categorías). Está claro que en el nuevo entorno competitivo es obligación de la empresa ofertar soluciones específicas, pero eso no nos puede llevar a confundirle y alejarnos del valor primigenio del producto, el primordial para el consumidor.
- «Targetización». En la misma línea que en el punto dos, también corremos el riesgo de que nuestra empresa quiera generar categorías de producto dirigidas a un excesivo número de clientes objetivo. El mercado de los yogures puede servir de ejemplo (para bebés, para seniors, azucarados, con sabores, con fruta, con suplemento nutricional…), pero también podríamos hablar de los productos bancarios o la venta de bicicletas.
- Apalancamiento a una marca. «Es cuando el valor esencial empieza a flaquear y lo reforzamos apoyándonos en una marca paraguas fuerte en el mercado». Una idea, la de Flores, compleja de explicar pero que él simplifica en la actitud de ese cliente habitual en un restaurante que dice «ponme lo que quieras para comer». Muchos clientes de Apple tienen tal fe en la marca que compran cualquiera de sus propuestas, desde luego, parece una situación ideal pero se corre el riesgo de que la decisión de adquisición deje de valorar los verdaderos atributos del producto, que lo tangible no pese lo suficiente. En un momento en que la novedad es incesante puede que el consumidor quiera recuperar su libertad de compra reconociendo ese valor tangible en una nueva marca.
- Marca del distribuidor: En este quinto punto, Flores hace una nueva llamada a la reflexión para distinguir entre el valor real de la oferta y las evoluciones conceptuales que pueden llevar al desafecto con el mercado. Y, como ejemplo, pone la marca del distribuidor, que en los últimos años ha sido capaz de ganar gran cuota de mercado al producto de marca. Entre otras razones porque, en la mayoría de los casos, su oferta es unívoca, centrada en ese valor tangible ya mencionado: busca la excelencia en la relación calidad/precio.
Antonio Flores defiende que «evolucionamos hacia un nuevo modelo de consumo, en el que sería bueno reequilibrar ciertos valores». Hasta aquí cinco reflexiones que yo me atrevería a calificar a contracorriente, no sé qué opinión os merecen.
Foto: John Twohig