Desde la calidez y el arrullo del vientre materno, rompemos a llorar al despertar a un mundo de temperaturas variables, sonidos estridentes y acelerados vaivenes. Solo la caricia de una madre de rostro visible y tacto armonioso calma nuestro irresistible deseo de volver a la placenta. Vamos descubriendo un mundo más amplio del que somos el centro. Las caricias también cálidas de otros humanos, el reconocimiento entusiasta al primer logro bilabial en nuestra habla, la celebración unánime de unos pasos erráticos. El abrazo incondicional que nos convence, por fin, de que estamos en un mundo que merece la vida. Y todo, ¿porque somos los mejores? Solo por ser quien somos.
En la adolescencia nos abrimos a un mundo que queremos cambiar y que cada minuto nos recuerda que no lo estamos haciendo bien. Los caramelos se tornan en caricias frías –quizás videojuegos- que solo recibiremos si nos portamos bien. Ya no somos el centro, ya nadie se admira de nuestros pasos ni aplaude nuestras sílabas bitonales. Todo lo que hacemos es porque es nuestra obligación. Es entonces cuando descubrimos una nueva forma de ser el centro: portarse mal. Los estropicios que causamos a nuestro alrededor son premiados con la fijación de nuestros mayores, largos discursos dedicados en exclusiva, altivas emociones concentradas en nuestra existencia. La salvación del olvido y del polvo. El desprecio como rescate de la ignorancia.
¿Podemos borrar todo esto cuando llegamos al trabajo? Comenzamos tratando de agradar a nuestros superiores, convencidos de que merecemos reconocimiento por cumplir con nuestro deber, ilusionados por adentrarnos en un nuevo mundo en el que los primeros pasos serán aplaudidos. Y quizá lo sean. Pero llega la adolescencia laboral. Ya no somos el nuevo ni el niño bonito, no nos llevan en carrito ni nos acunan. Hacemos el trabajo bien, ¡faltaría más, para eso nos pagan! Clamamos por una sonrisa o por una palmadita. Buscamos bajo el sol de fatiga un “gracias” por el esfuerzo o un achuchón por quienes somos. Porque sabemos que somos importantes, eso lo aprendimos de pequeños.
En la travesía desértica de una vida profesional empolvada no se aprecian las emociones, la carne la sabemos pronto seca. Las yemas sobreexpuestas al calor y al frío pierden toda sensibilidad. Nos acaricia el trasiego de informes, la expresión binaria carente de palabras, el deseo irrefrenable de volver a ser niños, de recibir la caricia y la atención de quienes nos rodean, de sentirnos abrazados por ser quien somos. Ávidos, sedientos, inanes, hastiados de la escasez de reconocimiento, algunos buscan la desaprobación, el desprecio o la lástima como desecho fútil de caricias usadas. Todo menos el destino estéril de una desierta ignorancia. A modo de adolescencia rebelde, surgen a nuestro alrededor las conductas tóxicas en la búsqueda desesperanzada de atención.
En los próximos días, si pasas junto a una persona sobre la que tienes ascendencia profesional, párate a darle las gracias por el trabajo que ha hecho esa mañana. No pienses que para eso se le paga, sino que -como persona- vuelca en ese metro cuadrado lo mejor de sí. Cuando te cruces con un colaborador, sonríele, posa la mano sobre su hombro para que sienta la calidez de un ser humano cerca. No por lo que haya hecho, solo por ser quien es: alguien importante. Si te sientas a despachar con un superior o con un proveedor, muéstrale tu respeto y tu sensibilidad. No pienses que hay cosas más importantes esa tarde, porque está poniendo un fragmento de su vida, de incalculable valor, en tus manos. Y cuando, en el momento de más trabajo, coincidas con un compañero, haz un comentario agradable sobre su compañía, dile lo que lo aprecias. No pienses que eso ya se sabe, que no hace falta decirlo. Piensa en lo importante que, en medio del desierto, es tu caricia.
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