¿Quién da más?
No hace tantos años las marcas tecnológicas se afanaban en añadir a sus productos tantas funcionalidades como les fuera posible. Uno iba a comprar un reproductor de video y se llevaba el que llevara más conexiones en la parte de atrás, aunque no tuviera ni idea de para qué servían y, por supuesto, aunque jamás fuera a utilizarlas. Los dependientes en las tiendas sencillamente recomendaban el que “tuviera una lista más larga” de funcionalidades, conexiones y botones. Así fue el consumo durante mucho tiempo, todo el tiempo que los consumidores tardaron en aprender sobre la tecnología que estaban comprando, es decir, el tiempo que tardaron en convertirse en expertos.
Como habitualmente, no hay reglas absolutas ni universales. Una parte de los consumidores se ha hecho experta con el paso del tiempo, mientras que el propio crecimiento orgánico del mercado posibilita que siga habiendo consumidores que compran el que tenga “más conexiones en la parte de atrás”, debido a que acaban de llegar al mercado. Sin embargo, las nuevas generaciones que se incorporan al tejido de consumo ya tienen mucha práctica con los productos tecnológicos, así que en el conjunto del mercado los expertos van pesando cada vez más.
La pregunta es más importante que la respuesta
Aún así, hoy en día la estrategia de añadir valor a nuestros productos sigue siendo una de las más populares. El origen de esta visión competitiva se encuentra, de nuevo, en la predominante orientación al producto (contrapuesta a la orientación al mercado). La orientación al producto parece llevarnos a una pregunta recurrente: ¿cómo puedo hacer productos mejores? Y esa pregunta nos lleva a la respuesta acostumbrada: incrementando su calidad y añadiéndolos valor.
Se añade valor de varias formas, entre otras:
- Aumentando la calidad de la materia prima.
- Aumentando el número de funcionalidades.
- Aumentando la inversión en diseño.
Todo esto parece de lo más lógico, y por eso esta visión competitiva es tan magnética y poderosa que atrapa a multitud de empresas. El problema está en la pregunta: ¿cómo puedo hacer productos mejores? Debemos revisar el concepto de “productos mejores”.
Lo mejor es enemigo de lo bueno
Cuando pensamos en un producto “mejor”, nuestra mente nos lleva a pensar en un producto con más cosas (más calidad, más funcionalidades, más diseño…). Sin embargo, un producto mejor puede ser, sencillamente, un producto más adecuado a las necesidades, expectativas y capacidad de compra del mercado. Es decir, un producto más equilibrado. En nuestro afán competitivo tratamos de mejorar los diferentes componentes por separado (calidad, diseño, conexiones, funcionalidades, capacidades… ) cuando en muchos casos lo que conviene más es mejorar la combinación de todas esas partes. En ocasiones nos podemos encontrar con que “menos es más”. En esos casos la sana orientación al mercado nos llevará a crear un producto con menos funcionalidades, menos capacidades, menos conexiones e incluso tal vez menos calidad. De lo que se trata es de orientar el producto al mercado, y no al revés. Es decir, de ajustar el producto al uso verdadero que le va a dar el consumidor.
Calidad es lo que el consumidor diga que es calidad
Aunque parezca un trabalenguas esta frase encierra la solución para salir de nuestro bucle mental habitual de “sumar calidad” a nuestros productos. Hace un tiempo asesoré a un editor de prensa gratuita. Ante una bajada de ventas publicitarias (que es el negocio de la prensa gratuita), lo único que se le ocurría era incrementar la calidad del papel y el diseño de la portada. Todo eso requería una importante inversión, y además iba a aumentar los costes fijos de producción. Y ninguna de esas era la respuesta a su problema.
En la empresa tendemos a creer que el usuario valora las mismas variables que nosotros, cuando en realidad el usuario puede valorar otras, y son ésas las que hemos de descubrir para adecuar mejor el producto a su percepción de calidad, porque al final la calidad de las cosas no es la que los fabricantes sabemos, sino la que el mercado experimenta.
Foto @Alan Cleaver, distribuida con licencia Creative Commons BY-2.0