Es bastante habitual que las direcciones de las empresas se encuentren en la necesidad de elegir un trabajador para asignarle una labor destacada; ya sea como consecuencia de un nuevo proyecto, a causa de la creación de una función que precisa tener al frente un responsable o incluso porque se produzcan bajas inesperadas.
La elección de un colaborador de confianza parece “pan comido”, un asunto sencillo y exento de complicaciones, pero la experiencia nos demuestra que no lo es tanto. Tal es así que, no pocas veces, decisiones aparentemente lógicas, forzadas, precipitadas o tomadas sin la debida cautela pueden llegar a complicar situaciones, en vez de resolver una necesidad que, por otra parte, brinda la ocasión de seguir mejorando las capacidades de la empresa por la vía de la gestión de personas.
Las malas decisiones generan malestar
Salvo en el caso de grandes organizaciones, incluso en medianas empresas, me he encontrado con situaciones de diversa índole en las que, urgida la necesidad de contar con un colaborador de confianza, los directivos dudaban sobre el proceder más conveniente. Examinando la cuestión, algunas de aquellas empresas no contaban con planes de relevo, otras ni tan siquiera tenían una medida del desempeño objetivada, las más no habían desarrollado estrategias para la capacitación de futuros mandos o responsables y aun algunas no habían considerado la conveniencia de tener identificado un plantel de profesionales susceptibles de ser promovidos en caso necesario. En resumen, supuestos que tienen que ver con una deficiente gestión de plantillas, cuando sabemos a ciencia cierta que, por efecto del dinamismo del mercado, los equipos de trabajo están sujetos a variaciones que pueden ser debidas a diferentes causas: empresariales, sociales y personales.
En los nombramientos de nuevos cargos, que he tenido ocasión de conocer, algunas empresas optaron por la rutina de hacer correr el escalafón para cubrir vacantes directivas. Otras, ante nuevos escenarios, razonando por similitud y cercanía de la nueva actividad con otros cometidos laborales, decidieron asignar la responsabilidad por contigüidad funcional. Algunos empresarios, en cierto sentido forzados y a falta de otros argumentos, tomaron como criterio justificativo el de la antigüedad. Las más de las veces, elecciones arriesgadas fueron tomadas por simpatía y por la concordancia de estilos y criterios. En otras ocasiones, las decisiones estuvieron mediatizadas por la docilidad de los colaboradores, para evitar futuras y previsibles fricciones por discrepancia de pareceres. Hubo casos de profesionales con baja ocupación en los que los directivos se inclinaron por elegir al tenor del reparto existente de cargas de trabajo en un intento de equilibrar la productividad de los menos rentables. No son pocos los ejemplos de situaciones en las que las decisiones se tomaron por exclusión y son menos los que, reconociendo que no se contaba con el profesional adecuado, optaron por acudir a la captación externa. Pocas veces estas decisiones, así tomadas, han demostrado ser afortunadas.
Los nombramientos afectan al conjunto
Cuando el nombramiento de un colaborador requiere explicaciones adicionales o marginales para justificarse o cuando despierta interrogantes en la plantilla, parece claro que dicha elección no es fruto de una acertada decisión, pues la asignación de responsabilidades, si se adjudican por derecho, lo más normal es que, gusten más o gusten menos, sean comprendidas y asumidas en virtud de la lógica implícita que avala tal o cual nombramiento o designación. En materia de promoción y ascenso, las malas decisiones generan malestar y son ocasión propicia para la rumorología, como sucede cuando segundos sin el rodaje, la competencia y el prestigio debidos toman el relevo de directivos cesantes o cuando, por favoritismo, se adjudican responsabilidades a quienes no se han ganado el derecho a ostentar mayores atribuciones. Pero también cuando, para la ocupación de posiciones delicadas, se opta por ascender a profesionales bienmandados, dóciles, blandos o sumisos, en suma influenciables, que por todo papel ejercerán a modo de ‘correos del zar’.
Malas decisiones son siempre las que se toman forzadamente, y a falta de mejor solución, por exclusión o por reducción al absurdo o por imposición y adjudicación directa en ausencia de un plantel de candidatos entre los que elegir; como también son erráticas las designaciones que buscan subsanar a un tiempo la cobertura de una nueva función mediante la asignación del nuevo cometido a un profesional incurso en un proceso de enquistamiento, con la vana esperanza de resolver una situación que debiera haberse solucionado mucho antes y, con toda probabilidad, mediante el despido consecuente del sujeto.
Que la gestión de plantillas revierte en las capacidades de las empresas es un hecho cierto, toda vez que las competencias y las actitudes de las personas determinan la manera en la que éstas afrontan sus cometidos, resuelven sus compromisos y alcanzan sus finalidades. De manera que la elección de un colaborador de confianza nunca es un asunto menor; máxime cuanto mayor sea la trascendencia de su cometido en la organización.
La tríada promocional
Con independencia del motivo que fuere, lo que es un hecho constatado es que cubrir internamente un puesto no es garantía de que las cosas funcionen como debieran. Cuando ante nuevas necesidades de asignación de responsabilidades no se cuente con una tradición evaluativa que permita afianzar los criterios objetivables de elección para la designación de un profesional de confianza, antes de precipitarse o de improvisar más vale ponerse a reflexionar con algún método, por casero que sea. Cuando menos, las decisiones responderán a algunos criterios mínimamente sopesados y siempre podrán explicarse sobre la base de las consideraciones establecidas, pues no hay peor consejero que la impulsividad para tomar decisiones que, aun siendo referidas a un solo sujeto, siempre tendrán un efecto sobre parte de la plantilla o incluso sobre la totalidad.
Una solución a mano de empresarios o directivos es considerar las tres facetas esenciales de cualquier profesional: su competencia técnica, sus valores y su sentido ético. Respecto de la primera, está claro que la prelación de candidatos deben encabezarla aquellos cuyas habilidades se correspondan con los requerimientos con los que exigirá contar la nueva función para poderla desarrollar, y también aquéllos cuyo potencial de autoaprendizaje garantice que serán capaces de adquirir en poco tiempo las capacidades técnicas que el desarrollo de la función y el desempeño del trabajo exijan poner en juego. Con ello se dispondrá de una tabla de doble entrada que permitirá juzgar a cada empleado según las habilidades que posea y al tenor de su capacidad de aprendizaje, lo que ya es un primer paso.
La competencia técnica y, en su defecto, el compromiso para alcanzarla en un plazo determinado, es un primer requisito irrenunciable: no es posible desempeñar acertadamente una función desde el desconocimiento, por mucho que hoy en día se venga diciendo que lo que verdaderamente cuenta es la capacidad directiva o movilizadora y no tanto el conocimiento de la actividad operativa de que se trate. Nadie que no conozca los pormenores del trabajo de terceros está facultado para liderarlos.
Acto seguido lo que más importa es contrastar la cultura de la empresa con los valores que caracterizan a cada profesional, estableciendo una relación de sujetos sobre la base de la mayor o menor concordancia entre sus estilos conductuales y los valores de la empresa. El colectivo de trabajadores que cumplen conforma un grupo complejo que oscila entre los de mayor y menor entrega; es decir, que fluctúa entre aquellos que se limitan a cumplir sus obligaciones sin más y aquellos otros que, además de asumir su papel, entregan un plus de sí mismos implicándose más o menos en asuntos concernientes que forman parte del contexto de su trabajo. Si el cumplimiento debido entraña un comportamiento irreprochable, la implicación más allá de la mínimamente exigida representa un aporte de valor meritorio indudable.
Finalmente, aunque la moralidad de los sujetos forme parte de su axiología, conviene reflexionar acerca del talante ético de cada uno de los sujetos que en primera instancia se tienen por promocionables, considerando la rectitud de su comportamiento ante diferentes supuestos y en qué medida sus convicciones morales presiden sus actos incluso en las situaciones más banales, pues ello dará una pista sobre su grado de integridad y, por ende, de fiabilidad.
En conclusión, si integramos las tres dimensiones consideradas en una matriz, estaremos en mejor disposición para tomar una decisión alineada con los intereses de la empresa y, en lo que cabe, la más favorable a la situación planteada. Consensuada la decisión, el paso siguiente será proponérsela al interesado y pulsar su aquiescencia con la misma, pues un colaborador de confianza solo puede serlo cuando libremente acepta la responsabilidad que se le ofrece asumir.
Foto: Luis Alveart