Trabajar en exceso no es compromiso

Estando, como nos encontramos, en el Año de la Salud Mental en España, convendría preguntarse si la responsabilidad de establecer medidas higiénicas, dirigidas a preservar la salud de los trabajadores, procurándoles disfrutar del necesario equilibrio psicofísico en sus puestos de trabajo, diseñando las organizaciones a la medida de los hombres y no al revés, es competencia exclusiva de los gobiernos, por la vía legislativa y mediante la óptima gestión de los organismos sanitarios y de Seguridad Social, o si la salud laboral, la higiene mental y la seguridad en el trabajo son asuntos de tal magnitud que también han de concernir muy especialmente a empresarios y que han de incumbir de manera principal a los propios trabajadores; y, por extensión, a la ciudadanía en general.

Un asunto al que nos interesa prestar más atención porque sabemos que se cumple es que el disfrute en el trabajo (work enjoyment) correlaciona positivamente con el éxito organizacional. Cuestión que no le ha pasado desapercibida a la Organización Mundial de la Salud, organismo nada dudoso para el que “la riqueza de las empresas depende de la salud de los trabajadores” y cuya preocupación se recoge en el Plan de Acción Mundial sobre la Salud de los Trabajadores 2008-2017.

 

El trabajo mal entendido

 Mientras que en España estamos pendientes de equiparar los horarios laborales con los europeos, vengo observando que algunos empleadores se consideran afortunados por contar con un tipo de trabajadores que no miran el reloj, empleados que se sienten obligados a rebasar la jornada estipulada, permaneciendo literalmente pegados a sus puestos, hasta que los jefes no abandonan el lugar de trabajo. Empresas en las que dicho gesto de sometimiento se interpreta con buenos ojos y en las que a los que dedican más tiempo se les considera mejores empleados; en perjuicio de quienes se atienen al horario. Sucede, mayormente en algunas pymes, que alimentan esa reprobable cultura de jornadas excesivas (the long working); incluso dejando hacer (“laissez faire, laissez passer…”) cuando reiteradamente, y por propia voluntad, algún trabajador realiza horas de más que, obviamente, ni se consideran extra ni se abonan. Una situación de la que tampoco se libran algunos ejecutivos y mandos ansiosos de ser reconocidos; muchas veces demandando el mismo comportamiento de los subordinados. Lo que nada tiene que ver con el compromiso ni con la vinculación ni con la lealtad laborales; y, por supuesto, tampoco con la natural y exigible responsabilidad profesional.

El engagement no se mide en términos de horas de dedicación al trabajo, ni sobre la base del tiempo de presencia en el puesto, en el taller, en la fábrica o en la oficina; como tampoco por estar continuamente pendiente, ni dependiente, del trabajo; ni tan siquiera se evidencia por exhibir la más absoluta e incondicional disponibilidad para ocuparse de cualquier eventualidad o minucia laboral desplegando toda una suerte de actividades tan fuera de lugar como excesivas y, en ocasiones, innecesarias.

 

Factores contaminantes

 Hay un tipo de culturas opresivas en las que el exceso de dedicación al trabajo viene impuesto por los órganos de dirección de algunas empresas. Son los casos en los que el compromiso laboral se malinterpreta por parte de empresarios que lo confunden con control horario y elevan a valor empresarial el tiempo de permanencia en el puesto de trabajo, pero con independencia del aprovechamiento de las horas trabajadas y del resultado productivo. Tampoco se sustraen algunos empresarios a considerar la disponibilidad como medida del interés, equiparando la entrega más absoluta del trabajador con vinculación con la firma. Negocios en los que la docilidad, y la consecuente rendición de los sujetos, es condición imperativa para que puedan recibir muestras de estima; como podría ser reforzar la atadura mediante el artificio de ofertarles una mínima fracción de acciones que les permitirá adquirir la condición de socios. Estrategia más propia de pequeños estudios o gabinetes profesionales, consultoras y empresas similares que yerran promoviendo una cultura laboral en virtud de la cual la «proto-prioridad» es siempre, y ante cualquier otra, la actividad del negocio y los resultados; una mentalidad basada en la exclusiva preeminencia de los rendimientos económicos del socio mayoritario.

También confunden los términos de la relación laboral los jerarcas que sibilinamente, aduciendo tiempos críticos, la carestía del empleo de calidad o el exceso de oferta de mano de obra, imponen condiciones leoninas y dedicación desmedida dando a entender que “Es lo que hay: se toma o se deja”; lo que, sin lugar a dudas, oprime a la parte contratada y es la expresión más ruda de lo que representa la presión laboral mediante la amenaza de quedarse sin un medio de subsistencia.

Hay otras situaciones laborales en las que los trabajadores, mayoritariamente profesionales con mando ejecutivo, sujetos a plena dedicación y dedicación exclusiva, se encuentran presionados a tener que prolongar sus horarios. En unos casos, debido al temor a ser despedidos si se desmarcan de sus obligaciones semanales; en otras ocasiones responde a una estrategia de adaptación al entorno para aparentar un alto grado de interés como prueba de su vinculación, cuando es posible que en realidad no se sientan tan entusiasmados como se les supone que debieran estar. Hay veces en que la dependencia del trabajo aparece en sujetos compulsivos y perfeccionistas que, movidos por un afán de logro desmedido, centran su éxito personal en el reconocimiento profesional. Pero también hay sujetos responsables que pueden llegar a experimentar un sentimiento de culpa si no dan más de la medida que sería normal y que tienden a prolongar su jornada en la creencia de que con ello serán más eficientes.

 

Consecuencias más notorias

Ahora bien, las consecuencias más inmediatas para las empresas son conocidas: bajo rendimiento, descenso de la productividad, bajas por enfermedad, ausencias reiteradas, absentismo físico y mental, presentismo, accidentabilidad. Y, por supuesto, rotación de personal y fuga de talento a la primera ocasión. Por lo tanto, la necesidad de preservar la salud y de prevenir los riesgos de enfermedades profesionales reviste una indudable trascendencia empresarial toda vez que está demostrado que el desempeño deficiente o la baja productividad tienen reflejo en la cuenta de resultados. Y ello por no mencionar el amplio capítulo de costes, asociados a la enfermedad, a los que las empresas tienen que hacer frente (y que son mucho más disparatados que los que se puedan invertir en prevención). Recuérdese el vaticinio de la Organización Mundial de la Salud: “hacia 2020, la depresión laboral y la ansiedad será la principal causa de baja en el trabajo”.

 

Lo que también prueban numerosas investigaciones (entre otras, las del Instituto Finlandés de Salud Ocupacional y las del Departamento de Salud Pública de la Universidad de Helsinki) es que la supeditación al trabajo termina enfermando. Deviene en un estilo de vida poco ortodoxo que se manifiesta, como poco, mediante síntomas que, a la larga, tienen que ver con el aumento de la fatiga, la sensación de opresión, el agotamiento, la aparición de estrés, los estados de ansiedad, la depresión, los trastornos del sueño, los problemas cardiovasculares, el deterioro mental prematuro, el mayor riesgo de padecer un accidente cerebrovascular e, incluso, se ha determinado que también incrementa la propensión de los individuos al consumo de alcohol (y de cafeína) hasta niveles que suponen un riesgo sanitario.

Por tanto, sucumbir a la rutina -impuesta o voluntaria- de trabajar más de la cuenta, desde luego, no reporta beneficios para la salud. Pero aun, quizá todavía más, importe destacar que la desmesura laboral empobrece las vidas de los individuos, sencillamente porque las largas jornadas laborales también afectan a sus allegados, mediatizan y socavan las relaciones familiares, merman la disponibilidad de tiempo libre -para el ocio y para el descanso-, limitan la posibilidad de cultivar otros intereses y dificultan el mantenimiento de relaciones sociales. Por tanto, el panorama que se cierne sobre el trabajo desmedido no resulta en absoluto tranquilizador.

 

¿Qué pueden hacer las empresas?

 Además de observar las preceptivas medidas de salud laboral y de seguridad e higiene en el trabajo, podrían apostar por adoptar políticas de conciliación y de racionalización y flexibilización horarias; también cabe establecer criterios para imprimir eficacia a viajes, desplazamientos y reuniones; es posible diseñar un sistema de planificación óptimo para mantener en un porcentaje limitado los imponderables; se podrían preguntar cómo reorganizar mejor las actividades y rediseñar los puestos a fin de eliminar tareas innecesarias, mecanizar rutinas y determinar en qué casos sería posible teletrabajar o la movilidad en el puesto de trabajo. No deja de ser factible plantearse si es posible equilibrar la tendencia a sobredimensionar la importancia de los resultados por encima de cualquier otra consideración; y, entre otras medidas, respetar escrupulosamente, salvo en casos de fuerza mayor, la jornada estipulada, los tiempos fuera del horario laboral y los períodos de vacaciones. Pero también pueden asumir una función educativa en esta materia concienciando en aspectos preventivos y dotando al personal de las herramientas necesarias para gestionar su propia salud laboral. Finalmente, también son importantes los gestos que comprometen y contribuyen a forjar una cultura de trabajo saludable. A título de ejemplo, podrían obtener la Certificación Sello Horarios Racionales (SHR) o suscribir la Declaración de Luxemburgo -a la que es posible adherirse-, asumiendo la responsabilidad que les corresponde en la protección y promoción de la salud y del bienestar.

 

En resumen. Vengo observando que en algunas de nuestras empresas hay empresarios que confunden el compromiso de los trabajadores con realizar largas jornadas de trabajo, lo que supone una seria amenaza: pone en riesgo la salud de los individuos y debilita la capacidad productiva de las empresas. Ello, dejando de lado que, por ende, impacta en la economía del país. La conclusión es obvia: invertir en medidas de prevención de la salud laboral es rentable.

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