La visión que cada uno tenemos sobre las realidades condiciona nuestras actitudes; estas explican nuestros comportamientos.
Antes de las vacaciones me llegó una recomendación para que consultara el artículo, publicado a finales de julio en la Agenda Digital Nº 226 de la Cámara de Comercio e Industria de Zaragoza, titulado “Así se transforma una empresa en una organización saludable”, una nota de Javier Ansorena en referencia al nuevo libro de Patrick Lencioni “La Ventaja”, publicado en marzo de este año. Que todavía no lo haya leído no me impide compartir algunas reflexiones que me suscitó la reseña.
Según Ansorena, Lencioni eleva la salud organizacional a la categoría de ventaja empresarial con mayúsculas y añade que es esta una cuestión en la que no se suele reparar, a pesar de tratarse de una estrategia al alcance de la mano: «simple, gratis y disponible para todo el mundo».
En efecto, la salud organizacional está disponible, pero ni es gratis ni es simple; exige renuncias y hay que desmontar intereses personalistas para reconstruir ventajas compartidas. De hecho, el autor –parafraseando los comentarios de Ansorena- sostiene que gestionar la salud organizativa requiere tiempo, implica crear las bases de la confianza, significa asumir un firme compromiso y supone transparencia (crear claridad).
Como digo, hay un coste en términos de tiempo, el bien más preciado y costoso, en numerosos supuestos impagable. Requiere invertir en la generación de confianza, cuyas bases se cimentan en la ejemplaridad. Representa una apuesta por el compromiso, guste o no guste; pues hay servidumbres que pagar… o errores que afrontar. Exige pujar por la transparencia, lo que también pasa por interrogarse sobre las motivaciones de los propios actos y los fundamentos de las decisiones tomadas y por adoptar. Ello requiere ser capaz de ponerse en cuestión sin pestañear y superar la prueba pública.
Ya digo que ni es simple ni está al alcance de todos los directivos que es en quienes, en suma, recae la primera y la última responsabilidad de crear las bases para conformar organizaciones saludables. Más bien se asemeja a un trabajo de titanes que empieza tomando decisiones comprometidas y, las más de las veces, contrarias a los intereses «cortoplacistas» de los más destacados directivos y de su cohorte de satélites. Estos tendrían que renunciar a prebendas y dejar su particular estado del bienestar para trabajarse día a día una reputación de integridad. Por ello tampoco comparto la visión del consejero delegado que le respondió a Lencioni que sinceramente creía que los directivos de sus competidores se sentían por encima de ello, pues no se me escapa que los directivos son muy conscientes de que gestionar la lealtad obliga.
Crear un equipo cohesionado no es fácil, y hacerlo desde cero no suele ser lo habitual, salvo cuando se crea una empresa y es posible partir de una tabla rasa. Sin excepción, las empresas preexisten desde su fundación y es en el transcurso de su actividad cuando nuevas necesidades, o las crisis, demandan medidas correctoras, impulso, adaptarse a nuevas realidades o abordar urgentemente procesos de cambio. Es entonces cuando los gestores de las organizaciones, con años de historia y una inercia que contrarrestar, se plantean la necesidad de cambiar buscando orientación en los análisis de situación y de competitividad.
Y no me cabe duda de que un cambio de ritmo ni será gratuito ni será indoloro.
Las empresas son entes abstractos conformados por personas, que son quienes las dotamos de identidad. Se manifiestan por medio de decisiones, opciones que concretamos las personas. Se expresan mediante comportamientos, actos, al fin, que ejecutamos personas. Se posicionan a través de discursos, gestos orales o comportamentales cuya facultad recae en las personas. Ello quiere decir que según seamos las personas, así serán las empresas; esa y no otra será la pasta de la que están hechas, su sustancia.
La toxicidad se opone a la salud, por lo que, si admitimos el postulado de Lencioni, no lograremos conformar una empresa saludable con personas tóxicas o con equipos envenenados. Cuando está demostrado que la robustez de la organización ha devenido en fragilidad, será inevitable inocular unas dosis de anticuerpos para debilitar los antígenos que la estén haciendo enfermar y abordar un plan de saneamiento.
Un plan de cuidados para la empresa requiere enfrentar realidades, analizar el clima, identificar indicios de malestar, valorar a cada miembro y diagnosticar su idoneidad y alineamiento con el proyecto. Asimismo, se debe informar a todos los niveles del nuevo horizonte o del cambio de rumbo, haciendo públicas y comprensibles las reglas del juego. Del mismo modo, conviene tomar decisiones para erradicar los elementos ponzoñosos y recapitular para revisar decisiones y compromisos del pasado, comprometiéndose a presente y futuro. Eso conlleva poner en valor la palabra mediante hechos, hacer tangibles las aspiraciones y dialogarlas, instaurar la claridad, mostrar firmeza, tomar decisiones prototípicas y dar ejemplo.
Aceptar los errores de las personas que gestionan las organizaciones es condición indispensable que deben cumplir quienes pretendan erigirse en líderes. Significa aceptarse con su belleza y su fealdad, admitir aciertos y fallos, y afirmarse con gestos, actos, palabras y hechos en las nuevas convicciones que impone un proyecto de regeneración organizacional.
Acometer un proyecto de saneamiento, sin duda alguna, es posible; lograrlo, no lo duden, también. La clave no está ni en maquillar ni en modificar la cara visible y los aspectos formales de las empresas, sino en ponerse a trabajar en serio y en profundidad con las personas para logar que estas, mediante el ejemplo de sus conductores, modifiquen por convencimiento su visión y con ello posibilitar nuevas actitudes en pro de una misión común. No hay otra fórmula para crear un equipo de alto rendimiento, resultado de una organización fortalecida y saludable.
Foto ©Alex E. Proimos, distribuida con licencia Creative Commons BY-2.0