Al igual que el célebre jugador de ajedrez de finales del siglo XIX, Siegbert Tarrasch, compadecía a los que no conocían el ajedrez y no podían disfrutar de él, hoy a comienzos del XXI es posible afirmar lo mismo de aquellos que no han conocido una vida en la que no existían las redes sociales ni Internet.
Nunca antes ha sido posible hacer más con menos y errar tantísimo con tan poco esfuerzo. El uso de Internet es un gran avance y creo firmemente que nadie puede negar eso. Sin embargo, ha sido como dar una metralleta cargada a un chimpancé ebrio. No es que esté diciendo que somos todos unos simios, pero sí estoy de acuerdo con aquellos que piensan que nos estamos acercando peligrosamente a un punto en el que claramente la tecnología nos facilita hacer cosas tan complejas y que afectan tanto a nuestro entorno que podemos salir magullados en poco tiempo.
Me refiero concretamente al uso de las redes sociales por parte de las empresas y de las personas. Todo comenzó con la web de la empresa y una dirección de correo para recibir sugerencias y, en el caso de las personas, una dirección de correo también y alguna cuenta en un foro relacionado con alguna afición como la fotografía o cualquier otra actividad. Hasta ahí todo parecía controlable, hasta que apareció el mítico forocoches, pero eso es otra historia. Más tarde surgieron las redes sociales, las gigantes, peligrosas y cotillas Facebook, Google+, Instagram, Twitter…, un abanico de posibilidades que junto con la literatura que existe sobre cómo construir tu marca personal, dibujaban el panorama perfecto para crearse cada uno de nosotros una imagen ante los demás. Porque las redes sociales son eso, crearse una imagen. La interacción con los demás está siempre supeditada a la imagen que queremos proyectar de nosotros y lo que vengo observando en los últimos años es que el personaje que creamos sobre nosotros va devorando cada vez más a la persona que hay dentro, al estilo de lo que ocurrió con el actor español Arturo Fernández, encasillado en papeles de galán en los 70, al que hacían una entrevista y era clavado al personaje de sus películas, con el correspondiente “chatina” a la entrevistadora.
Es frustrante interesarse en la actividad en la red de una empresa en la que quieres trabajar o en la que quieres comprar algo, dedicar unos minutos a su canal en Youtube, sus tweets o el perfil en la cada vez más inerte Google+ y sentir que todo es de plástico. Irreal. No hay autenticidad. Y que conste que no me quejo de falta de sinceridad, porque como aclara Ed Catmull, en las empresas -y yo creo que en la vida también- tenemos que conseguir ser honestos y no tanto ser sinceros. La sinceridad exagerada no permite ocultar ciertas cosas que pueden pertenecer a la intimidad de la persona y que construye puentes a poder cambiar de opinión o simplemente a una dosis de distancia que es sana. La sinceridad está sobrevalorada, la honestidad en cambio es desconocida por casi todos. Honesto es alguien que tiene honor. El honor es la cualidad moral por la que uno cumple con los deberes propios respecto al prójimo y a uno mismo. Es un concepto que justifica conductas y explica relaciones sociales.
Las redes sociales se han convertido, cada una de ellas en su ámbito de actuación, en una caricatura ridícula y tan falsa que ha dejado de ser gracioso. Solamente tengo esperanza en redes sociales muy sectoriales y centradas en temas específicos, como astronomía, fotografía de animales, programación, jardinería urbana…, en esos casos creo que es aún salvable la situación. Pero en las redes sociales generalistas, hemos perdido los papeles completamente. Facebook se ha convertido en un chorreo de «memes»; en Instagram nuestros amigos suben fotos cuando están de marcha o platos de comida, dando la sensación de que su vida es una constante sucesión de diversión, sonrisas y buen rollo.
Yo no quiero eso, no me interesa, creo que sería mucho más interesante y provechoso una dosis más real de lo que hacemos y somos. Un equilibrio más realista sobre nuestra actividad, qué tal unas fotos en la cola comprando en el Dia, en el metro camino del trabajo, en casa a última hora en el sofá con la sensación de haber perdido otro día más. Aunque sólo sea para contrarrestar esas fotos en Rock in Rio, en la fiesta de la Paloma, en la piscina, en un concierto nocturno y todo regado de sonrisas. Una dosis de realidad. Ya no pido foto de la ruptura con el novio en lugar de la foto con él durante el fin de semana perfecto en la casa rural con la chimenea de fondo. Es todo muy ridículo. Esa exposición solamente de los buenos momentos es la gran estupidez de nuestros días. Echo de menos la vulnerabilidad, la sordidez de nuestra vida, compartir eso también, además de lo anterior, nos haría humanos y no personajes o en el caso de empresas, lugares con personas detrás y no compañías felices que ofrecen servicios sonriendo.
En cualquier caso, mi propuesta es abandonar la presencia online con nombre y apellidos y retornar a ella con pseudónimos y nombres falsos. Eso tendría un doble efecto positivo, por una parte nos permitiría algo más de honestidad, cuando uno tiene cierto anonimato tiende a construir menos capas de protección y, por otro, se lo pondríamos más difícil a las empresas que recolectan nuestros datos y para las que tan solo es cuestión de tiempo que lleguen a conocer nuestros hábitos mejor que nosotros mismos.
Defendámonos y mostremos más de nosotros mismos, lo auténtico, lo que nos hace de verdad seres humanos, a la vez que enseñamos menos lo que nos gustaría ser y que tanto difiere de lo que somos de verdad.
Foto: Toni Protto