En este último artículo que escribo en Con Tu Negocio he elegido compartir algunas reflexiones sobre un concepto que me parece crucial: los trabajadores excelentes demuestran un profundo respeto por su trabajo, lo vivencian comprometidamente, sienten que tienen una importante responsabilidad que cumplir y la cumplen. Además, gozan con la realización de lo que vivencian como su misión y consiguiendo ultimar con bien sus cometidos, en los que dejan su huella mientras, a ojos de los demás, causan la impresión de que lo hacen sin esfuerzo, con la máxima naturalidad.
Invariablemente, triunfen o no se les deje destacar, sean tenidos en cuenta o no sean reconocidos, ganen mucho o perciban un salario menor se caracterizan, sin excepción, por ser profesionales de primer orden. De hecho, estos «primeros espada» son los más populares entre sus iguales y habitualmente son requeridos como fuente de consulta, orientación o apoyo. Cuentan con años de servicio en la profesión y en el puesto y se trata de profesionales que suelen ser muy valorados (y en ocasiones temidos) por sus mandos directos, hasta el punto de que son respetados, incluso en aquellos casos en los que no sean ‘santos de la devoción’ de sus superiores. Si hay una característica esencial a la hora de valorar el talento, para mí es ésta.
Pericia, aplicación, seriedad, honradez y eficacia. Con tal pentaedro traza la Fundeu el significado de profesionalidad. Cinco atributos que aluden a conceptos que nos son familiares: perfil competencial, saber hacer, actitud positiva, comportamiento ético y obtención de resultados. Una cualidad central en el universo laboral de la que, por el contrario, no se habla mucho; como si la profesionalidad, al igual que el valor, hubiera que suponerla, cuando la impresión general que tenemos es que brilla por su ausencia. Sin embargo, tampoco se configura como asignatura troncal en universidades ni es materia de especial atención en escuelas de negocios. Siendo, no obstante, término recurrente, opera a modo de cajón de sastre, pues ni tan siquiera llega a formar parte del lenguaje evaluativo de la mayoría de las empresas. Y es que vivimos en tiempos convulsos y confusos. Valoración que dejo, ahí, a la interpretación de cada quien.
Una visión muy particular sobre el trabajo
Especialización técnica, habilidades digitales, orientación a objetivos, motivación de logro, alto rendimiento, gestión del tiempo, trabajo en equipo, responsabilidad, proactividad, inteligencia emocional, habilidades de comunicación, ambición y todas las competencias que se quiera, pero si repaso algunas de las actitudes que he venido observando en estos trabajadores sobresalientes, encuentro que, además de las innumerables características que están en boca de todos, estos tienen una visión coincidente ante cuestiones como las que siguen.
Todos ellos son profesionales automotivados
El trabajo es en ocasiones fuente de insatisfacción, porque la mayoría trabaja buscando la aprobación de los demás y, en especial, el reconocimiento de sus jefes, esperando, a cambio de cumplir con su obligación, ser mejor considerados. Y cuando esto no sucede, pues trabajar como hay que hacerlo y se espera que se haga nunca puede significar un plus, frustra. Ahora bien, cuando se cambia de óptica y se enfoca el trabajo como un reto personal, como un compromiso que le implica a uno, como una misión que compete a la autoestima del sujeto resolver; cuando se tiene la visión de que en la propia actividad laboral uno se juega su reputación y que es en ello donde reside la percepción de su saber hacer, que va en ello la consideración de su valía profesional, entonces el trabajo bien hecho se convierte en un desafío cuya culminación diaria conlleva satisfacción y proporciona una experiencia que brinda la oportunidad de sentirse bien con uno mismo.
Cuando un trabajador deja de conformarse con el parabién de los demás o de darse por satisfecho con el mero cumplimiento y pasa a erigirse en ser él quien determina la medida y la calidad de su trabajo, tiende a hacerse más exigente consigo mismo. Y no olvidemos que la autoexigencia laboral es una medida del compromiso que hace aflorar el sentido de la profesionalidad. En efecto, los trabajadores sobresalientes son tan exigentes en la realización de su trabajo que podría decirse que trabajan para ellos, que son sus propios jefes, porque son ellos quienes establecen la medida de su conformidad. Y ello es así porque se imponen mantener un nivel de calidad, siendo conscientes de que su huella profesional queda reflejada en su trabajo.
Sin excepción, duermen con su conciencia
Los profesionales de primera línea tienen claro que la fidelidad se la deben, ante todo, a ellos mismos, a su recto e informado parecer. Lo cual es así porque la profesionalidad exige tener criterio y, de no ser de este modo, no podrían hacer valer el suyo.
En el mundo empresarial, hay que tener mucho cuidado, y no solo con el plural parecer, a veces inopinado o imprevisible, en ocasiones interesado o tendencioso, sino –y sobre todo- con dejarse seducir por los «cantos de sirena». El trabajo es un asunto tan serio en el que un trabajador se juega la consideración sobre sí mismo, su sentimiento de valía ante jefes y compañeros, pero también su reputación, su credibilidad y su prestigio ante uno mismo y frente a terceros. Por otra parte, mantener un empleo no vale el precio que supone padecer el descrédito, la sumisión o el menosprecio. Sabido es que son infortunios productores de enfermedades psicosociales.
El trabajo hay que hacerlo como hay que hacerlo y no de otro modo. Ni cediendo a presiones varias, que mermen la calidad, ni admitiendo componendas urdidas o en el nombre de la empresa o a instancias del jefe de turno si con ello se socava el sentido de la profesionalidad. Y, llegado el caso, estos serán unos de los indicios que ponen sobre la pista de la conveniencia de cambiar de empleador. Un profesional sabe que nada es gratis y qué precio conviene o no pagar; por lo mismo, tiene claro cuándo llega el momento de poner fin a una relación laboral.
Lo menos que se puede exigir en un empleo es que le dejen a un profesional libertad de acción para trabajar como sabe que tiene que hacerlo y debe realizarlo. Pese a lo cual, algunos deciden sucumbir a la tentación, a cambio de ciertas promesas o prebendas, y también hay que reconocer que en ocasiones es difícil resistirse al chantaje psicológico de la dirección. Con todo, hay dictados que no se pueden ejecutar tal y como se proponen, como cuando vulneran principios de calidad o de rectitud en el obrar. Hay órdenes que no se pueden -ni se deben- cumplir tal cuales, como cuando atentan contra los propios principios o cuando persiguen burlar la moral o cuando, a costa de su cumplimiento, se hipoteca la propia imagen o se pone en entredicho la palabra dada ante terceros, sean estos subordinados, compañeros, clientes o proveedores.
Hay hechos en los que no se debe participar, como cuando le proponen a uno ser el ejecutor de asuntos torcidos o, a menor escala, retorcidos. Difícilmente se podrán asumir compromisos con los otros si uno no se respeta, si, por conservar un empleo, se malvende la autoestima o se pierde la reputación. Una cosa es segura, es difícil que nos podamos engañar a nosotros mismos, a pesar de que siempre cabe la posibilidad de que podamos adormilar nuestra conciencia. Sin embargo, esta estratagema no da buen resultado. El falsario suele permanecer en vilo, su temor es una constante, la inseguridad cercena su aplomo y, antes o después, la componenda sale a relucir.
Respetan a todas las personas, sin importar jerarquía ni condición
El mundo de las empresas en ocasiones ciega a más de uno. Deslumbra el boato, apabulla la ostentación con que a veces se despliega el ceremonial, intimida el estatus, abruma el poder, turba la ambición. Cuando algunos escalan y progresan, en situaciones en las que determinados individuos empiezan a acariciar la capacidad de administrar un presupuesto o de tomar decisiones, los hay que pierden de vista un principio universal: que el mundo no deja de girar, que lo que hoy se encuentra arriba mañana puede estar debajo, y viceversa. A pesar de lo cual, los más se olvidan de que ninguna posición es inamovible, de que ni es eterna ni es vitalicia. Sin embargo, hay quienes presos del momento incurren, intencionada o desintencionadamente, en conductas prepotentes, caen en comportamientos altaneros o se despachan con gestos de soberbia, síntomas todos ellos de la ceguera más absoluta, revelación de su inmadurez humana y, solo por ello, de incompetencia directiva. La altivez de algunos cargos tiene aquí valor probatorio. Pero la experiencia nos demuestra que más vale ser prudente y que mayor audiencia despierta la humildad; que la naturalidad, la sencillez y la cercanía no están reñidas con la posición, que el tiempo termina poniendo a cada uno en su sitio y que, así como uno se haya comportado, así será tratado.
El respeto a los demás no solo es una cuestión de forma, es un acto íntimo de valoración del prójimo, es la asunción de la otredad desde la normalidad y, secundariamente, supone una inversión de futuro, pues a quienes hayamos dado muestras de respeto nos depararán la misma consideración; máxime quienes en alguna ocasión se hayan encontrado, por la vicisitud que fuere, en una posición de dependencia o de desventaja respecto de la nuestra. A esos no se les olvidará el trato que se les obsequió.
Tienen meridianamente claro quiénes son los destinatarios de su trabajo
Son extremadamente serviciales, pero nunca jamás serviles. Precisamente, la condición de servil es justamente la contraria a la naturaleza de la profesionalidad. En su ámbito de actuación, un profesional reconocido no solo no somete su criterio ni a la conveniencia ni a la autoridad ni a la voluntad de alguien, sino que goza de suficiente legitimidad como para orientar la acción en la dirección debida sobre la base de su competencia.
Saben que su actividad proporciona servicio o utilidad y tienen muy en cuenta a quiénes se destina el fruto de su trabajo y el valor que les representa como para no realizarlo con presteza y con la debida diligencia. Y es que para realizar un buen trabajo, es prioritario definir en quién o quiénes impacta el resultado de las propias acciones; figuras que, dicho sea de pasada, varían mucho de puesto en puesto y de actividad en actividad, pero que representan la principal razón del propio trabajo, pues sin ellas no se justificaría.
Muchos consideran que su cliente es el jefe y tratan de agradarlo, pero el jefe casi nunca es el principal perceptor del resultado del trabajo de los subordinados, por mucho que el suyo dependa de los resultados que estos obtengan. Para identificar a los beneficiarios del propio quehacer hay que dirigir la atención hacia aquellos que, de uno u otro modo, también intervienen en la realización de la misma actividad o en algunas de sus fases complementarias, se necesita tener en cuenta a los que aguardan el resultado de una actividad para acometer la suya, hay que fijarse en esos otros que directa o indirectamente reciben el producto o el servicio del esfuerzo que se aplique y también hay que diferenciar a los que les importa especialmente la interacción que se ha de llevar a cabo con ellos, esos en quienes finalmente recae el buen o el mal hacer. Solamente teniendo claro el destino del fruto del trabajo, y el alcance y sus repercusiones finales, es posible valorar el buen o el mal hacer. Un profesional lo es cuando se siente responsable de los que debe asumir como sus grupos de interés y les brinda cumplido servicio.
Pueden tener a gala un historial impecable
Saben que tienen que ganarse la consideración de internos y externos, en el día a día, cada jornada, y que no sirve a su propósito ni vivir de las rentas ni escudarse en los demás. Para ellos no vale «echar balones fuera» y, llegado el caso, con tal de cumplir con su cometido, asumen lo suyo y lo que no debiera corresponderles realizar por ser tarea de otros. Son trabajadores comprometidos, que tienen un fino sentido de la responsabilidad y, consecuentemente, son eso: cumplidores infalibles en quienes se puede confiar. Sienten apego por su trabajo, que les apasiona, y no se permiten errar, pero si se llegan a equivocar, saben reconocer sus errores y aceptar las consecuencias de sus actos fallidos, pero lo fundamental es que toman medidas para no agravarlos y evitan que se repitan. La reincidencia, por tanto, no se encuentra entre sus concesiones.
Decimos que los errores son una fuente inagotable de aprendizaje, pero tener la entereza de admitirlos es un acto de honestidad que reputa y, puesto que los hechos cuentan, ello se traduce en prueba del valor de su palabra.
Se ganan a pulso ser recomendados
La mayor prueba de la valía y de la competencia de un profesional es que sea capaz de hacerse digno del aprecio de los demás y que consiga ganarse su estima al tenor de su comportamiento en el trabajo y fuera de él, lo cual, aun conociendo la sencilla fórmula, no está al alcance de la mayoría. Está meridianamente claro que lo que distingue a unos de otros son los hechos. Son nuestras realizaciones las que nos avalan o nos desacreditan. La firma que dejamos al actuar: la impresión, el recuerdo, la sensación. Lo que habla por nosotros no es lo que decimos de nosotros, sino esa rúbrica que dejamos impresa en todo lo que hacemos –visible o no- y que también figura indeleble en lo que dejamos de hacer. Es notorio que todo en nosotros comunica.
Y ya he dicho antes que a nada favorable conduce dejarse utilizar, como tampoco augura buenos presagios reconocerse esclavizado en un trabajo o sentirse la mayor parte del tiempo disconforme o violentado. Y es que declinar las propias convicciones en favor de las pretensiones o de las presiones de terceros, por mucho rango que ostenten, transigir sin hacer valer la propia opinión profesional, renunciando al propio criterio sin argumentar ni dejar claros los propios motivos de cómo cabe actuar, es lo mismo que dejarse desproveer de reputación y significa admitir que no merece la pena ni ser tenido en cuenta ni ser escuchado. Todo profesional sabe que no hay nada gratis y que obtener la consideración de los demás muchas veces pasa por mantener la firmeza.
Conocedores de la importancia de la palabra y de la trascendencia de lo que se dice, y de lo que se hace, los profesionales consecuentes ni hablan por hablar ni se pronuncian de oídas ni se exponen a presumir de lo que no es su especialidad ni se les ocurre aleccionar a otros sobre lo que no dominan, por mucho que hoy sea sumamente fácil caer en la tentación de hacerlo, sumándose al raudal conversacional, pues no faltan ocasiones para subirse a un escenario y hacerse con un micrófono, participar en un coloquio, sujetarse detrás de un atril, lucir una llamativa presentación… para terminar proyectando un hilo de voz… No, así no es como se gana el derecho a ser escuchado. La reputación es la que antecede a la palabra y no al revés. Así, un profesional es el que se ha ganado el derecho a hablar.
En fin, hoy el universo laboral demanda de las empresas que transformen el trabajo en una experiencia positiva, que los directivos evolucionen a consejeros personales y que los equipos empujen el desarrollo de los individuos, pero pocos trabajadores comprenden que no solo se trata de adaptarse a los incontables cambios, que no dejan de sucederse, sino que el trabajo también va de convertirse en un agente de transformación. Los mediocres se dan a conocer porque permanecen quedos, a la expectativa, aguardando que sean otros los que tomen la iniciativa o a que la situación cambie «milagrosamente». Y no digo que no haya que cambiar las cosas. Que sí. Afirmo que la realidad no es como es, sino como la construimos nosotros. Y esto es lo que he percibido que inspira a profesionales consagrados.
Hasta siempre, amigos
Como antes anuncié, este es mi artículo de cierre en el blog “Con Tu Negocio», donde he tenido ocasión de participar, desde el verano de 2012, con 109 publicaciones. Una cita quincenal que me ha reportado indudable satisfacción. Hay un motivo: me jubilo. Y hay una decisión: doy por concluida mi etapa profesional (1978/2017) para iniciar un nuevo y ansiado camino que me lleva por otros derroteros; pudiendo, al fin, dedicarme a cultivar otros intereses.
Quedo en deuda con Iván Fanego, quien en julio de 2012 me brindó la posibilidad de compartir, a través de Movistar Empresas, algunas de mis ideas sobre gestión de personas en las organizaciones. Manifiesto mi cariño a Alicia Díaz, Eva María Oviedo, Mónica Sofía García y Elena Ormaechea, un cuarteto de mujeres que hacen posible una publicación –a mi modo de ver- tan útil para tantos. Entrego mi reconocimiento a un equipo de colaboradores, y compañeros de palestra, tan selectos, entre los que ha sido un honor figurar. Y, como no podía ser de otra manera, mi máximo agradecimiento a los lectores que han seguido mis publicaciones, sin cuya complicidad no habría tenido sentido alguno escribir una sola letra.
Gracias. Un abrazo para todas y todos. Y hasta siempre.