Acabo de leer en Expansión que, durante el primer semestre del año han sido afectados por expedientes de regulación de empleo 30.402 trabajadores, lo que me hace recordar que, entre 2009 y 2016, los ERE dejaron sin empleo a 2.405.606 personas en nuestro país. Una noticia que me ha espoleado para consultar la Estadística que realiza el Ministerio de Empleo y Seguridad Social en colaboración con el Consejo General del Poder Judicial, según la cual, el año pasado se resolvieron por vía judicial laboral 343.779 demandas; entre reclamaciones individuales (249.908), asuntos relativos a la Seguridad Social (90.818) y conflictos colectivos (3.053).
Interesa destacar que, de los conflictos individuales, 101.447 casos fueron motivados por despidos, mientras que el resto de las reclamaciones fueron instadas a causa de los contratos de trabajo: 120.182 por demandas de cantidad y 28.249 por razones de otra índole. Ahora bien, de la totalidad de los despidos, solo el 33,10% fueron vistos y sentenciados, mientras que la mayor parte se resolvió por acuerdo, mediante acto de conciliación (45,59%), y los menos quedaron sin efecto, ya fuese por desistimiento o bien por otras causas (21,32%). Pero todavía puede llamarnos la atención que, de las 33.581 demandas por despido que fueron juzgadas, el 77,93% obtuvieron una sentencia favorable, total o en parte, para los trabajadores; lo cual, visto desde otra perspectiva, significa que los juzgados de lo social consideraron que a las promotoras de los despidos solo les asistía la Ley en 2 de cada 10 ocasiones.
Un asunto al que no suele prestársele demasiada atención y sobre el que merece la pena reflexionar cuando, además de lo expuesto, sabemos que la tasa de temporalidad, a finales de julio de este año, ha crecido más de un punto alcanzando al 26,81% de la contratación; situación que afecta a 4.206.100 trabajadores.
El despido negligente: “Magna negligentia culpa est”
La experiencia del despido la conocemos todos los trabajadores, la mayoría de las veces porque la hemos experimentado en cabeza ajena. Unas veces no nos lo hemos podido explicar, pues se prescindía de los trabajadores más experimentados. En otras ocasiones te enterabas de que un compañero ya no prestaba sus servicios en la empresa cuando necesitabas contactarle por algún motivo del que él se encargaba. He llegado a conocer algún caso en el que, sin previo aviso, se precintaba un despacho ante la atónita mirada de los trabajadores. También recuerdo, cómo algún directivo, ante la presencia de los miembros de su departamento, al llegar a primera hora había sido escoltado por guardias de seguridad hasta su despacho para que pudiera retirar sus efectos personales. Incluso he presenciado como, sin mediar preaviso, un comité de dirección les comunicó, durante la reunión de dirección de los viernes, el cese fulminante a tres directivos. También he conocido casos en los que la comunicación del despido, en vez de asumirla el mando directo, siempre corría a cargo del director de Recursos Humanos.
Las maniobras por medio de las cuales las empresas hacen efectivos los despidos dan, desde luego, para mucho. Ceses que no parecen lógicos o que, por el contrario, se explican sobradamente por sí mismos; despidos que se producen al término de la semana, durante las Navidades o antes de las vacaciones; cartas inesperadas de extinción de contrato; destituciones por sorpresa; rescisiones de acuerdos laborales con buenos trabajadores; cambios funcionales que son preludio de despidos en demora, en ocasiones a la espera de que el trabajador tome la decisión de causar baja voluntaria…
Sea como fuere, no cabe duda alguna de que cualquier situación de despido resulta demoledora. Pero no solo es una experiencia sumamente traumática para quien se encuentra forzado a desistir de su modus vivendi (viéndose obligado a encontrar nuevamente la manera de ganarse la vida), sino que también significa un rotundo fracaso empresarial, pues con independencia de la objetividad del despido, truncar una relación laboral, ya sea por causa procedente o improcedente, siempre representa un error en la gestión que, según como se resuelva, impactará negativa o positivamente en el clima de la empresa, pondrá a prueba sus valores y tendrá efectos sobre su marca empleadora. Para bien o para mal, los despidos nunca son inocuos ni indiferentes, pero siempre despiertan máximo interés.
El despido consecuente: “Mora cogitationis diligentia est”
La casuística es extremadamente variada, pues excede la regulación tipificada de las clases de despido, al tratarse de un asunto en el que intervienen la diversidad de las empresas y las situaciones por las que atraviesan, las variopintas personalidades de los sujetos e innumerables situaciones que pueden dar lugar a ello, lo que dificulta establecer una norma general, válida para todas las ocasiones y en la que todos podamos estar de acuerdo. Pero ello no obsta para fijar unos criterios generales que, cuando menos, convendría observar para no incurrir en situaciones lamentables que dejan en muy mal lugar a las empresas y a sus representantes.
Llegado el caso de tener que dar término a una relación laboral, la cuestión que me inquieta es si no es posible mantener el respeto, la elegancia y la humanidad hasta el final. Y creo que sí.
En primer lugar, porque el despido tiene que ser consecuente; es decir, ni puede ser sobrevenido ni puede ser inesperado. Ha de ser la consecuencia lógica de un hecho conocido o advertido que, por las razones que fuere, o no ha sido corregido o no ha resultado posible subsanar. Quiere ello decir que requiere estar motivado. Que el despido ha de estar sólidamente fundamentado y que ambas partes han de ser conocedoras y conscientes de las causas que lo acreditan. De ahí, una de las razones de peso sobre la importancia de las evaluaciones periódicas del desempeño y de los consiguientes y preceptivos planes de mejora profesional.
Desde luego hay situaciones de extinción del contrato por causas objetivas, entre ellas las contempladas en el artículo 51.1 del Estatuto de los Trabajadores (económicas, técnicas y organizativas o de producción), pero tales situaciones no ocurren súbitamente y los trabajadores tienen derecho a conocer el estado por el que atraviesa la empresa mediante la oportuna política de comunicación interna; lo que no solo evita sorpresas, sino que, unido a una adecuada política de gestión de personas, permite crear conciencia y recabar colaboración, pues -créanme- los trabajadores son los primeros interesados en la buena marcha de las empresas. Pero su participación y colaboración ha de importar y tiene que cultivarse desde el principio y, sobre todo, cuando las cosas van bien, no a la desesperada cuando la situación empieza a ser insostenible o ya es irreversible.
En segundo lugar, porque, aunque las opiniones y los argumentos son muy diversos, la mía defiende que, llegado el caso, es mejor despedir en periodo lectivo normal y hacerlo efectivo los lunes, o al comienzo de la semana, y teniendo en cuenta que al día siguiente no sea festivo. Me parece un acto de empatía y de respeto profesional, pues estando vigente la actividad se da tiempo y espacio para que la persona despedida pueda gestionar su duelo y disponga de mayores oportunidades para elaborar su estrategia de reestructuración. Quienes justifican que lo mejor es despedir los viernes, aduciendo el falso paternalismo de que de esa manera encontrarán tiempo para reponerse, parecen no ser conscientes de que tal infortunio, unido a la imposibilidad de encontrarse en el día a día, todavía incrementa más la ansiedad y la frustración por impedirle realizar cualquier otro movimiento.
En tercer lugar porque el despido tiene que ser un acto solvente de empresa, un acto responsable, y debe atenerse a un preaviso, luego el “despido exprés”, que algunos defienden para evitar conflictos internos o escenas desagradables, por fortuna, con motivo de la Reforma del Real Decreto-ley 3/2012, pasó a considerarse una práctica contraria “a lo que debería ser un sistema de extinción del contrato de trabajo presidido por la idea de flexiseguridad”. Cuando las medidas adoptadas son justas y objetivas, se comprenden o pueden explicarse con sencillez y naturalidad y, además, hay que comunicarlas por escrito, no tienen por qué pervertir ni perturbar el normal transcurrir de los acontecimientos. Si no hay algo que ocultar, por qué no producirlo con transparencia. Lo curioso es que cuando se afronta la realidad sin complejos ni componendas hay medidas, por desagradables que sean, que pueden terminar resultando ejemplarizantes y hasta ventajosas desde un punto de vista reputacional.
En cuarto lugar, porque una extinción laboral razonable no tiene por qué ser fulminante, salvo en los casos de despido disciplinario por causa grave (artículo 54 del Estatuto de los Trabajadores), por lo que en la mayoría de las situaciones se puede contar con un plazo para ultimar tareas o cometidos, informar a quienes competa ser advertidos, facilitando el nuevo contacto, y hacer traspaso de los asuntos que pudieran quedar pendientes y necesitaran ser atendidos. La finalización de una relación laboral no tiene por qué estar reñida con las buenas prácticas profesionales. Incluso, de cara trabajador al cedente, siempre le interesará quedar bien, aunque solo sea por su propio prestigio. Hurtarle esta oportunidad es confundir la extinción laboral con la falta de honorabilidad empresarial.
En quinto lugar, porque no hay por qué suponer que un empleado despedido, por el hecho de dar por zanjada la relación laboral, se convertirá en un delincuente o en un ladrón dispuesto a desquitarse haciendo espionaje industrial. Máxime si la empresa, por medio de sus políticas de gestión de personas ha sabido ganarse el respeto y la estima de los trabajadores. No es atributo de la empresa ejercer el papel penal, para ello, y si se demuestra, está la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal (artículos 278, 279 y 280). Todos los trabajadores somos adultos y sabemos que estamos sujetos al secreto empresarial, de hecho, tal cláusula de confidencialidad incluso figura expresamente en algunos contratos. Además, de cara a salvaguardar los recursos de información, lo que debería observarse es el cumplimiento de la norma UNE-EN ISO/IEC 27002:2017, que permite ejercitar los preceptivos controles de seguridad de la información.
En resumen, la marca empleadora no es un traje a la medida para lucir en las buenas ocasiones, también incluye cómo resolver una relación laboral, la manera de hacerlo, las normas de comportamiento con las personas para dejar una buena sensación, incluso ante realidades que no son deseadas, y también para demostrar a la plantilla la calidad del tratamiento humano con que se afrontan los infortunados sucesos que afectan a sujetos y familias. El despido, cómo se llega a ello, el ceremonial de ejecución, la información que se traslada internamente del hecho, el lugar en el que quedan las personas que han sido parte de un equipo, la reflexión posterior que conviene hacer, ponen a prueba los valores de las empresas, someten a juicio sus discursos y crean o destruyen visiones y percepciones.
No les quepa duda, saber mantener el respeto, la elegancia y la humanidad hasta el final distingue a las empresas excelentes y crea adeptos. Recuérdenlo, también ante los despidos se cumple que “la negligencia grande es culpa” mientras que “el pensar a largo plazo es diligencia”.