No quisiera terminar este artículo antes de empezarlo, pero a la vista está que no hace falta leerlo para desvelar la incógnita: no, ni está de moda, ni se encuentra entre las prioridades de Recursos Humanos ni de Comunicación ni de Marketing para 2017, ni es trending topic, ni tan siquiera ha sido elegida palabra del año por el diccionario Oxford. Está claro, la responsabilidad individual no vende, no crea audiencia, no tiene carácter viral, no figura entre las tendencias del momento ni es tema que se considere de actualidad. Lo que no deja de sorprender.
Por el contrario, venimos hablando mucho de la Responsabilidad Social Empresarial o Corporativa y conversamos no poco sobre la ética en los negocios. También se dice más que suficiente sobre las nuevas competencias que demanda el liderazgo del siglo XXI y ¿cómo no? no dejamos de comentar las nuevas estrategias de dirección de personas haciendo hincapié en cómo debemos hoy cultivar el talento para transformarlo en inteligencia colectiva y rentabilizarlo en términos de beneficios.
A estas alturas nadie pondría en duda que el retroceso económico es una de las consecuencias más notorias de las últimas crisis, evidencia que ha servido para justificar el encogimiento de las conquistas logradas por los trabajadores, expresadas en la Sociedad del Bienestar. Pero dicha retracción no solo ha transformado las condiciones del mercado de trabajo. En los últimos treinta años la sociedad ha venido dando un giro según el cual no es que hayan desaparecido los valores que antaño presidían las relaciones entre las personas, entre ciudadanos e instituciones, entre sujetos y entes jurídicos, sino que, a resultas de las torsiones sociales, las convicciones que antes compartíamos se han venido sustituyendo por otros criterios que también han afectado, y mucho, a las relaciones de las personas con sus trabajos.
Tal es así que se ha instalado en nuestra mentalidad el derecho que nos asiste a reivindicar de las empresas que tienen que hacer algo más para recuperar un compromiso laboral que se ha ido perdiendo tan aceleradamente como se han resentido las economías domésticas a consecuencia de la precarización del mercado de trabajo; principal dinamizador económico. Tan es como digo que ahora se tiene por cierto que si los trabajadores no funcionan como debieran funcionar es porque las empresas no proveen las condiciones que debieran proporcionar. Y hay que reconocer que algo de verdad hay en ello.
Falta de responsabilidad profesional
Todos los trabajadores saben lo que tienen que hacer y cuál es su trabajo; es decir, conocen su responsabilidad y saben cómo tienen que realizar un trabajo de calidad. No en vano la mayoría ha sido instruida para ello o ha recibido las consignas necesarias para operar en su puesto. Ahora bien, nos tendría que llamar la atención que, siendo el trabajo una actividad propia de la edad adulta, el sentido de la responsabilidad profesional se dé por supuesto cuando la experiencia nos demuestra que brilla no pocas veces por su ausencia. Hecho que se constata en variadas situaciones cuando nos encontramos con trabajadores expertos en el arte de esgrimir excusas, que reiteradamente se desentienden de las consecuencias de lo que han hecho indebidamente, de lo que han dejado por hacer o de lo que han realizado con desgana para salir del paso y cubrir el expediente; eso sí, de mala manera y de forma deficiente, distando mucho de cómo debiera haberse realizado.
Situaciones cuya casuística es extensa y variopinta, que abarca desde pequeños errores hasta hechos de gravedad mayúscula y que no resultaría tan difícil de categorizar si uno se tomase la molestia de identificar, cuantificar y tipificar incidentes, tanto menores como críticos, pues de todo acto u omisión siempre se derivan unas u otras consecuencias –leves o graves-, dándose el caso de que los fallos, las ineficiencias, la mala praxis profesional y los problemas suelen concentrarse, por regla general, en el mismo grupo de trabajadores. Lo que nos tendría que motivar a reflexionar.
Sin embargo, la irresponsabilidad no ha sido erradicada de las empresas. Un discurso que se ampara en la mala organización o en la desorganización reinante, en las prisas, en la falta de personal o de medios, en el individualismo de algunos, en el descontento generalizado, en la presión excesiva de los jefes, en el exceso de exigencias por parte de los clientes, en el agravio comparativo respecto de otros compañeros, en la falta de comunicación, en los bajos salarios, en los malos horarios… En fin, en un sinfín de motivos, da igual cuáles sean, que permiten a una clase de trabajadores sentirse con derecho a realizar un trabajo de baja o muy mala calidad.
La responsabilidad significa entrega, supone implicación, exige tomar conciencia del compromiso de uno mismo con lo que hace, pasa por asumir las consecuencias de los hechos e implica sentirse autor y señor del resultado de las propias acciones. Ser responsable nada tiene que ver con excusarse, sobre la base de otras reivindicaciones laborales o profesionales, para justificar -por ejemplo- la mala atención a un cliente, la falta de precisión en lo que se hace, la comisión de errores, el producto defectuoso, la escasa de colaboración con los demás, la postergación o la demora de las obligaciones, los malos modales, la inhibición o la pasividad, la falta de implicación en el propio quehacer o la ausencia de rigor.
Así, siendo inconcebible la realización de cualquier actividad laboral, por nimia que se considere, sin el debido ejercicio de responsabilidad, inhibirse o desentenderse de las consecuencias de los propios actos laborales, so pretexto de que las cosas no son como debieran ser o con la excusa de que las condiciones no son las adecuadas, es uno de los caballos de batalla de quienes han de contender con trabajadores irresponsables cuyo mal hacer, o no hacer, ocasiona acontecimientos nefastos o problemáticos ya sea en la propia organización o ya tenga repercusiones hacia el exterior.
Digo, sin embargo, que son pocos, o muy pocos, los que, en ese esfuerzo por armar la arquitectura competitiva de las organizaciones, vuelven la mirada al profesional para elevar a valor empresarial la responsabilidad individual de las personas en sus trabajos. Y ello es tal cual en un momento en el que a nadie se le escapa que la mayoría de los empresarios muestran abiertamente su preocupación sobre la gestión del compromiso de los empleados (en tanto que condición indispensable para la realización de un trabajo bien hecho), a pesar de que las empresas reconocen que les interesa sobremanera procurarse la lealtad de los profesionales (lograr su implicación en el proyecto como estrategia para asegurar los mejores resultados) y aun admitiendo que a los directivos, sin excepción, les atañe especialmente articular esos resortes en virtud de los cuales suponemos que se despierta la involucración de los subordinados, requisito necesario para afirmar su liderazgo.
Al fin y a la postre se trata de conseguir crear riqueza sostenible (económica, social y medioambiental) mediante la vinculación con la marca de todos y cada uno de los trabajadores incursos en el mismo proyecto empresarial.
En un mercado de trabajo en el que el viejo paradigma de las relaciones laborales ha cambiado y en el que empieza a cobrar fuerza la denominada gig economy, quizá el nuevo liderazgo no consista en seguir a alguien, sino en que los profesionales tomen conciencia de su papel y empiecen a seguirse a sí mismos con un renovado sentido de la responsabilidad que cada vez más se considerará un valor en alza.
Imagen: geralt