A pesar de la irrupción de iniciativas en la escena laboral, como podría ser la europea Golden Workers, no tengo constancia de que en las empresas españolas sea una práctica habitual concebir políticas de diversidad generacional, dirigidas a implantar estrategias de compensación del envejecimiento de plantillas, cuando es un hecho probado que tanto las condiciones de vida -al menos en Occidente-, como los avances en las ciencias de la salud, han posibilitado un incremento significativo de la población de más edad en un período –dicho sea de paso- de endurecimiento de los estilos de vida conocidos, que también han sido afectados por una reforma de las pensiones que retrasa progresivamente la edad de jubilación, bajo la justificación del imperativo económico de la sostenibilidad de un Estado del Bienestar cuyos gestores ha quedado demostrado que no han sabido administrar.
Por el contrario, cuando las empresas elaboran discursos de responsabilidad social, pocas veces figura en su agenda la preocupación por la salvaguardia del empleo de los trabajadores más mayores, asunto que, frente a problemáticas organizativas, no pocas de ellas han dado por resuelto mediante la aplicación de políticas anticrisis basadas en prejubilaciones y despidos de los trabajadores de entre 45 y 65 años, estrategias que han ocasionado una situación de desempleo estructural que el año pasado afectó al 70% de la población activa en dicho rango generacional.
Tal es así, que la edad ha pasado de ser una discriminación tradicionalmente circunscrita a lo social, a competir en importancia con la discriminación sexual en el terreno laboral, siendo hoy en nuestro país una de las principales causas de exclusión profesional. Un estereotipo, el de la edad, que estigmatiza a una población de profesionales maduros y cuyas proposiciones -a favor o en contra- suelen consistir en generalizaciones argumentales, con débil valor probatorio, en un asunto en el que más nos valdría regirnos por criterios de productividad, sobre la base de las diferencias individuales.
Sólo la experiencia relevante tiene un valor
Sumar años en un oficio suele asimilarse a competencia en el ejercicio de una actividad profesional dada, pero es notorio que no sucede así en todos los casos. La mayoría de nosotros sabemos de la existencia de trabajadores que se tienen por experimentados, cuya práctica profesional deja mucho que desear. La experiencia acumulada por años de servicio solo tiene valor cuando es relevante al asunto para el que la estemos contemplando y se demuestre su aplicación ventajosa en el ejercicio del mismo mediante las finalidades que permite alcanzar. Per se, el concepto genérico de experiencia sin adjetivar ni dice gran cosa ni es sinónimo de vivencias provechosas, ni para la propia actividad ni para cualquier otra, salvo que se pueda demostrar lo contrario. Inferirlo es un error propiciado por la imagen mental que cada quien se construya a partir de dicho término. Por tanto, hablar de que un trabajador con mucha experiencia representa un capital valioso para una empresa solo será cierto en aquellos casos en los que los éxitos pasados y el buen hacer actual avalen tal afirmación en situaciones análogas y se cuente con el refrendo de que dichas vivencias sean homologables, cuando menos en una proporción, a la actividad para la que se esté considerando su utilidad.
La antigüedad ya no es un grado
Tradicionalmente la antigüedad fue un criterio de calidad en la trasnochada sociedad industrial, pero cuando la economía del conocimiento ha contrastado la productividad con los años de permanencia en un empleo, que ahora requiere la adaptación a cambios constantes y vertiginosos, la percepción de la antigüedad ha mudado su valor. Si antes se consideró un derecho para ascender en el escalafón o supuso una consideración diferencial para revalorizar la nómina por el acúmulo de trienios o quinquenios, hoy el principal criterio rector para incrementar el recibo de salarios descansa en el mérito ligado al desempeño. Luego de la sola antigüedad no puede desprenderse un valor de retorno. Lo que nos han dejado claro las demandas crecientes de la nueva economía es que lo que más importa es la adaptación a la vorágine de necesidades, la tenencia y la sucesiva adquisición de capacidades que permitan adoptar los comportamientos significativos que son requeridos en cada circunstancia, lo que no se adquiere por el solo efecto de sumar años de permanencia.
La edad no es una competencia profesional
Si bien es un hecho probado que hay destrezas que se van adquiriendo evolutivamente, a tenor de la maduración psicofísica del individuo, pretender asimilar en genérico la edad con competencia profesional es un error manifiesto que se introduce al dar por supuesto que a más edad se tiene que producir mayor acúmulo de adquisiciones; la cuestión es si dichas ganancias son significativas para el caso que nos ocupe. Digo que es un error, porque la edad no es una competencia profesional, es un atributo del sujeto; y porque ser competente en un empleo supone ser propietario de un conjunto de capacidades que facultan para conseguir un fin mediante la puesta en escena de una suma de conocimientos clave, el despliegue de ciertas habilidades -generales y específicas-, la adopción de determinadas actitudes y el ejercicio de las conductas requeridas por la actividad de que se trate. Así, quienes presuponen que un trabajador mayor, por el solo hecho de contar más años, ha de tener la competencia profesional requerida, incurren en un error de apreciación por generalización.
En conclusión, la edad, por sí misma, no es un criterio para inferir la competencia profesional, pero tampoco puede erigirse en un prejuicio generalizado que la tome aleatoriamente como una variable de ajuste para la construcción de políticas laborales, cuyo efecto está demostrado que impacta negativamente en una sociedad debilitada por medidas que colocan a una parte de la población en situación de indefensión productiva.
Foto: tec_estromberg