A día de hoy la joint venture está consolidada como la máxima expresión de la evolución en la internacionalización de las empresas más allá de la venta directa a mercados exteriores.
Una joint venture, cuya definición estrictamente lingüística podría ser algo así como «proyecto común», consiste en la creación de una empresa en el mercado de destino, normalmente por parte de dos socios: uno local y otro extranjero. Cada uno de ellos aporta lo mejor de sí mismo a este matrimonio de conveniencia. El caso más común es la puesta en común del know-how técnico y la capacidad financiera por parte de la empresa extranjera como promotora, y el conocimiento del terreno en áreas como la comercial, la legal y la logística por parte de la empresa local.
Para poder considerarse una joint venture propiamente dicha, ambas partes deben compartir equitativamente accionariado, conocimientos, mercados y eventualmente beneficios. Sin embargo raramente es este el caso, y ambas partes negocian concienzudamente cada uno de los términos buscando el beneficio propio.
Se puede hacer un paralelismo con un matrimonio, ya que ambos casos incluyen la búsqueda de pareja, el período de cortejo, la pedida formal y, en el mejor de los casos, el feliz enlace en el que ambas partes desean lo mejor sin poder excluir lo peor y habiendo firmado un extenso contrato prematrimonial que ya ha causado algunos daños más o menos visibles. Y es que de hecho, según datos de UKTI (el homólogo británico del ICEX), el tiempo medio de duración de una joint venture es de cinco a siete años, a partir de los cuales compartir cama, pero no expectativas, acaba resquebrajando irremediablemente la unión. Dicho de otro modo: hay que ser conscientes de que se trata de una unión temporal, y es mejor asumirlo así desde antes del inicio de la relación.
Esta circunstancia no debe impedir, sino más bien debe reforzar, el factor clave para que la joint venture sea considerada un éxito mientras dure: la planificación. Una pyme que se plantea esta aventura debería hacerse preguntas como: ¿quién se va a encargar del proyecto?, ¿tiene capacidad, conocimientos y actitud para sacar adelante un proyecto de esta envergadura?, ¿tiene la empresa el tiempo y lo recursos necesarios?
La planificación en el caso concreto de estas uniones empieza por no precipitarse, madurar correctamente el proyecto, así como seleccionar una lista corta de posibles candidatos locales, intentando concretar los beneficios mutuos con cada uno de ellos y sobre todo las posibles áreas de conflicto. Asegurarse de la capacidad financiera de tu socio, independientemente de quién aporte más recursos económicos, es también muy importante. Este paso se realiza mediante un estudio que en inglés se denomina due diligence.
El control de la empresa de nueva creación es negociable. Ambos socios deben establecer una posesión mayoritaria, equitativa o minoritaria en función de su aportación y del valor de esta otorgado por la contra parte.
Una vez buscada la novia y acordado los términos del matrimonio, queda la parte más complicada: desarrollar un plan de negocio para la nueva empresa. Este plan debe establecer cómo se ejecutarán las contribuciones de las partes, quién será y cómo estará conformado el equipo directivo, con qué funciones y responsabilidades individuales… Asimismo, se deben definir las garantías bancarias, la protección de la propiedad intelectual involucrada, el reparto de pérdidas y dividendos, etc. Además, se ha de incluir el registro pormenorizado de las fases y los acuerdos alcanzados.
Las causas más comunes de fracaso de las joint ventures incluyen la pérdida de confianza, liderazgo indefinido o insuficiente, diferencias culturales, mala integración de los sistemas de los socios o simplemente diferencias en los métodos de trabajo. Buena comunicación, compatibilidad, entendimiento y confianza son el lubricante que hará funcionar la relación, como en cualquier matrimonio.
Los beneficios de una joint venture exitosa son variados y poderosos: acortamiento de la curva de aprendizaje, aumento de capacidades, reducción del coste y el riesgo, aceleración del proceso de entrada al mercado y refuerzo de la credibilidad. Ventajas todas ellas altamente competitivas que han hecho que, pese a los riesgos inherentes, la joint venture sea una vía de internacionalización atractiva y cada vez menos ocasional.
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