Hace poco empecé a sentir que el mundo a mi alrededor se derramaba. Más tarde supe que yo estaba completamente lleno de mí mismo y que era yo el que se derramaba por completo. Necesitaba vaciarme y fue algo duro. En el cuadro La persistencia de la memoria de Salvador Dalí siempre son las 6 de la tarde, pero el tiempo se derrite a cada paso más allá de cualquier instante. Esto sucede porque existen dos realidades completamente paralelas de las que Francisco Alcaide hablaba hace años en su blog: el tiempo objetivo (el que transcurre en el reloj) y el tiempo subjetivo (la forma en la que lo empleamos y percibimos). Para explicar por qué es útil en tu negocio tener conciencia de ambos y explotarlos, hoy voy a emplear el más antiguo recurso de expresión entre los hombres: el cuento. Te contaré una historia real que pertenece a mi baúl de los tesoros:
El viejo pescador y el gran regalo
Conocí en uno de mis viajes a un hombre muy viejo en cuya nutrida barba se reflejaba el paso de los años. Canturreaba como un niño sentado en un pequeño árbol junto al río mientras pescaba con su caña vigilando el latido del agua. Estaba conectado al río a través del pulso del carrete y sus ojos no fijaban su atención en otra cosa que no fuera el continuo fluir del agua alrededor del hilo. Le saludé, pero su gesto apenas se inmutó y siguió pescando. De hecho no dejó de cantar por mi presencia, sino que siguió haciéndolo aún con más intensidad. Después de muchas horas caminando, necesitaba hablar con alguien, de modo que se me ocurrió entablar conversación preguntando por la ubicación de algún pueblo cercano donde poder comer. Sin siquiera girarse o retirar la vista del río, me dijo:
Chico, cualquier persona que verdaderamente esté aquí, sabrá cómo llegar allí. Siéntate conmigo y lo comprobarás.
Por aquella época yo tenía mucha prisa para todo, de modo que le contesté que no tenía tiempo y de nuevo sin inmutarse él me dijo:
Todos lo tenemos. Solo importa qué haces con él ahora. Siéntate conmigo y descubre tu regalo.
Me inquietó el anciano, así que me senté junto a su cesta de aparejos escuchando intrigado su canción. Pasaron diez minutos y no ocurría nada. Pasaron veinte minutos y todo seguía igual. Tras más de una hora yo no veía mi regalo. A la hora y media el hilo de la caña comenzó a agitarse con golpes secos y continuos. Advertí al viejo de que algo estaba ocurriendo, pero no pareció escucharme y continuó cantando su canción. Movía con destreza su muñeca acompañando el chapoteo, pero yo no paraba de pensar que aquello era un pez y que había que sacarlo cuanto antes. Así que se lo dije y él me contestó:
Él no quiere salir y tú quieres que salga. Deja entonces que yo decida algo intermedio.
No entendí, pero supe que tenía que esperar. De nuevo permanecí en silencio hasta que de repente el hilo dejó de moverse bruscamente. El viejo entonces, sin apenas emplear ninguna fuerza, recogió poco a poco el hilo hasta que un gran pez salió del agua intentando sin suerte librarse del sedal. Le soltó y me lo dio. Lo cogí en mis manos y el viejo empezó a hablarme:
Sé que piensas que este es tu único regalo, pero todo el tiempo que pasaste aquí a mi lado… ese tiempo fue realmente el regalo. El tiempo que te di compartiendo mi pasión por este río y el tiempo que tú me diste esperando a mi lado para comprenderla. Este pez es tan solo la consecuencia de los dos regalos, algo físico que puedes ver y tocar y que te ayuda a dar sentido al tiempo que esperaste para poder tenerlo. Sin embargo, algo tan pequeño, algo que ha ocurrido en apenas un minuto, no puede ser nunca más valioso que una hora y media de tu tiempo. De modo, muchacho, que no quiero engañarte. Te llevas mucho menos de lo que yo ahora tengo. Tú puedes llevarte el pez que he logrado sacar en el último minuto, pero yo me llevo la satisfacción y el orgullo de haberlo conseguido tras las últimas dos horas. Sé que junto a mí no parabas de esperar que ocurriera algo que diera sentido a tanta espera. Tu mente no estaba aquí en la orilla escuchando mi canción, sino allí en el agua esperando un resultado. En realidad tu mente no sostenía la caña a este lado, sino que se enredaba en el sedal al otro lado. Has sido una víctima de la ilusión de tus propios objetivos y no un buscador dedicado por completo a alcanzarlos. Yo vivía pescando aquí y ahora y tú vivías esperando allí y entonces. Más allá de que ahora seas tú el que tengas el pez entre tus manos, lo cierto es que si yo no hubiera estado aquí, ese pez ahora tampoco lo estaría. Si tienes hambre, cómelo; yo ahora puedo pescar otro. Llévatelo, pero responde a esta pregunta: Después de comértelo, ¿qué harás tú para poder comer mañana?
Con las manos completamente empapadas por el agua y el pez saltando entre ellas, solo se me ocurrió mirar alternativamente al pez y al viejo y añadir:
Aprender a pescar hoy
Cuando dije esto, el viejo sonrió y me dio un tremendo golpe en la espalda invitándome a devolver el pez al río. Por lo que parece, aquella especie de pez estaba protegido. Me descalcé y devolví su cuerpo vivo al río mientras el viejo preparaba el carrete para la que según él sería mi segunda lección de pesca en aquel día. No comí pescado porque aquella noche dormí en su casa y en la de su mujer en un pueblo cercano en el que había una gran casa de comidas. El hombre era un viejo catedrático del que investigué y supe luego que era una eminencia. No tanto para la comunidad científica sino para sus amigos y familia. Algo que para mí era sin duda más impresionante. Porque yo apenas empezaba a entender que no tenía que comprender la vida, sino que tan solo había nacido para poder vivirla.
Imagen @Lucas Jans distribuida con licencia Creative Commons BY 2.0.