El estigma del éxito

“Mis hermanos nunca me han perdonado haber tenido éxito en los negocios”. Dura afirmación que a lo largo de años he oído en boca de emprendedores relevantes. Y quien dice hermanos, dice familia, amigos, compañeros.

Permitidme explicarme con un ejemplo tomado del siempre particular negocio editorial. Entre mi círculo de amistades tuve la suerte de ser uno de los primeros en disfrutar de la para mí fantástica novela de Fernando Aramburu, Patria (Tusquets Editores, 2016). Está claro que desde entonces sus 646 páginas han dado para muchas horas de debate, que a medida que la repercusión mediática y social del libro crecía (se va a incluso a llevar a la pequeña pantalla) se iba tiñendo de un factor extraliterario, y no hablo de política. A medida que la obra volvía a monopolizar las sobremesas por iniciativa de sus últimos lectores, los comentarios y las valoraciones iban siendo más críticos.

Está claro que cualquier producto es presa de su éxito: mayores expectativas, mayores exigencias en su consumo. También es cierto que los nuevos lectores se incorporaban con un brackground que no teníamos los primeros, cientos de referencias en medios de comunicación y charlas de cafetería.

Pero en contra de lo que pudiera parecer, ese mayor conocimiento sobre el producto iba trufando de prejuicios su lectura con el transcurso de los meses: “No es para tanto…”, “podía haber contado lo mismo en 200 páginas”, “le falta pulso político”, “no ahonda del mismo modo en las motivaciones de unos y otros”… Argumentos por supuesto legítimos, pero que dejaban en el lector un poso de insatisfacción en un análisis que incluso puede exceder las pretensiones del autor.

 

Peaje social

Y el recorrido comercial del indudable bombazo de Aramburu me recuerda a esos empresarios que, en un momento de debilidad (o intimidad), hablan con amargura de cómo sus amigos no son los mismos a raíz del éxito de su proyecto, de cómo la relación con sus familiares se ha enrarecido, de cómo ya no les apetece ser vistos en los sitios de antes… Muy probablemente tan solo tengas que mirar a tu alrededor para saber de qué hablo.

Y quién dice éxito, dice dinero. Porque detrás de este fenómeno hay envidia, ese mal tan propio de estas tierras. Como decía José Luis Borges, cuando los españoles quieren señalar que algo es bueno dicen “es envidiable”.  Una envidia que incluso convierte en imperdonable el éxito y el dinero ajenos. De hecho, sí se celebra a ese brillante investigador, intelectual o profesional al que la recompensa económica no acompaña en la misma medida. A él no se le exige ese peaje social: “Esto te pasa por trabajar en España, en otro país serías una celebridad”.

 

Mejor admiración que envidia

No quisiera caer en el victimismo. Yo también creo que el éxito y el dinero cambian a las personas. He observado, y sin ningún ánimo estadístico, cómo son muchos a los que el  ascenso en los negocios (y por qué no decirlo en la escala social) les lleva a cambiar de pareja sentimental. Sí, ya sé que es una frivolidad, podría argumentar lo mismo si hablara del fracaso, pero en esta ocasión siempre hay un recambio sentimental inmediato, normalmente seleccionado entre la corte de aduladores con la que al empresario de éxito le gusta rodearse.

Sin embargo, me da igual que el éxito cambie o no a las personas, todos lo hacemos con el paso de los años. De lo que sí estoy convencido es de la insalubridad de una sociedad que castiga con la envidia lo que otras premian con la admiración y el reconocimiento.

Los empresarios de éxito son poco dados a la autocrítica, pero no insensibles. He comprobado que una mayoría sí reconoce cierta penalización social, además en su entorno más cercano, lo que la convierte en más dolorosa. Como vía de escape el exitoso busca refugio en otros iguales, donde no existe un antes que nadie pueda convertir en reproche.

Como resultado, la sociedad camina en compartimentos estancos, perdiendo la oportunidad de avanzar en una mayor armonía. La sociedad niega el reconocimiento a  lo conseguido por muchos empresarios, puede que sus logros sean cuestionables en muchos casos, pero otros tantos se podrían ver como modelos de generación de riqueza, de esfuerzo personal, de valentía, de creatividad e innovación.

El historiador latino Cayo Salustio dijo antes de nuestra era que “la envidia es la compañera inseparable de la gloria”. Y desde entonces poco parece haber cambiado, quizá sea el momento de entender que el éxito empresarial no requiere ni de pleitesía ni de envidia, solo de normalidad. Dejar de estigmatizarlo puede ser uno de esos pequeños cambios con grandes efectos.

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