Al igual que en la vida cotidiana, la comunicación en las empresas es más una cuestión de actitudes que de herramientas, por lo que, para mejorarla, en algún momento será necesario provocar un cambio en los protagonistas del diálogo empresarial, siendo a los directivos a quienes primero les compete dar ejemplo, único refrendo del que disponen para ganarse la capacidad de influir y provocar efectos conductuales. Hablo de tener fuerza moral, no de ostentar un mandato que faculta ordenar.
Si predisponer favorablemente para comunicarse mejor es un acto de responsabilidad que le atañe liderar a la empresa, les corresponde a las personas depurar el propio estilo para generar valor traducido en entendimiento, cercanía y colaboración, atributos de todo equipo de trabajo bien lubricado.
Tenemos tendencia a identificar comunicación con palabras o frases, usos del lenguaje, diálogo o discursos, pero no solemos reparar en que la conducta de las personas pone de relieve intenciones, actúa como un informador que desvela indicios, comunica maneras de ser y evidencia formas de pensar. Cuando no caemos en la cuenta de que cada acto es un mensaje, incurrimos en el error de divorciar el decir del acontecer, desvinculamos palabras y actos y, muy posiblemente, nos traicionamos sin siquiera percatarnos de ello.
Normalmente entendemos más de lo que se nos dice, pues solemos interpretar lo que escuchamos y, aun cuando no estamos seguros de haber entendido correctamente, en vez de preguntar para descifrar los significados ambiguos, inferimos conclusiones y a resultas de ellas reaccionamos, incluso, desafortunadamente.
Así, hay veces que las suposiciones no son acertadas, en otros momentos nos quedamos con lo que nos interesa y hacemos caso omiso de lo que no nos ha parecido relevante; en otras ocasiones sustraemos partes del mensaje que se nos traslada, quizá porque no prestamos la suficiente atención para entender en los términos en los que se expresa el interlocutor, ya sea por prisa, por desinterés o por prejuicios personales. Es un hecho que las personas interferimos, en mayor o en menor medida, en el acto comunicacional, tanto en el papel de hablantes como en el de oyentes.
Está demostrado que la conducta tiene mayor poder de convicción que la palabra. Alinear actos y discursos es una de las claves para dotar de coherencia la propia comunicación. Sobrecarga de responsabilidades y falta de tiempo son dos argumentos complementarios y recurrentes para eludir responsabilidades comunicativas, desatender asuntos, demorar entrevistas, posponer informaciones o limitar tiempos para tratar ciertas cuestiones; situaciones que afectan a la calidad de la comunicación personal, que generan en los colaboradores una sensación de ausencia y la impresión de que los intereses del directivo tienen distinto foco.
Nuestro comportamiento es extraordinariamente rico y no expira en los actos volitivos, premeditados y conscientes; una sucesión de reacciones neurofisiológicas, reconocibles en toda suerte de manifestaciones corporales, hacen las veces de chivatos mostrando los sentimientos y dejando entrever las verdaderas intenciones. Indicios metalingüísticos sujetos a la sintáctica corporal que se evidencian en la mirada, en el semblante, en gestos, rictus, cinestesias, posturas, respiración, tono e inflexiones de la voz y también en la colocación corporal que elegimos ocupar en una situación dada. Conseguir con naturalidad que el lenguaje corporal refuerce el lenguaje coloquial es un arte que precisa observación, introspección y autoconciencia.
Hablar es una manera de presentarse que deja traslucir la relación que establecemos con el universo que nos rodea y la que queremos tener con las personas que interactuamos. Se constata en el uso que hacemos del lenguaje coloquial cuando, al expresarnos, elegimos significar cercanía o distanciamiento, damos visibilidad a personas o a grupos u omitimos sujetos u ocultamos minorías, señalamos respeto o incurrimos en falta de miramiento, diluimos barreras o anteponemos diferencias de estatus y condición, referimos simetría o caemos en el uso de expresiones discriminatorias, cuestiones todas ellas que en su valencia positiva invitan a aproximar posturas y en su acepción negativa producen rechazo.
Es verdad que no podemos cambiar la lengua pero, en cambio, somos libres de elegir las palabras que usamos y podemos escoger nuestra mejor manera de expresarnos a poco que nos sensibilicemos con la importancia que tiene el decir; en virtud del lenguaje que utilicemos quedará meridianamente claro el estilo con el que hemos elegido conducirnos, se pondrá de relieve cómo somos en realidad, estaremos expresando cómo nos situamos en relación con los demás y cuál es nuestra manera de construir relaciones, lo que dará como resultado, en justa correspondencia por parte de nuestros interlocutores, un fruto equiparable al que les entreguemos.
Foto: Rob Gallop