De la formación al aprendizaje

La formación no siempre ha cumplido, en las empresas, un papel dinamizador orientado a identificar las verdaderas necesidades de adaptación a un medio cambiante, como tampoco en todas las ocasiones se ha dirigido a satisfacer los objetivos de crecimiento de empresas y trabajadores, para, con ello, incrementar las capacidades útiles, los conocimientos aplicables y las competencias relevantes, que nos exige la misión de afirmar la competitividad y garantizar resultados en un panorama mundial como el actual, en el que la gestión del talento se ha convertido en pieza clave de sostenibilidad, para cumplir mejor con el rol energizante que toda organización productiva debe a la sociedad de la que es parte integrante.

 

Regenerar la formación

Que el sistema de formación que conocíamos, asentado sobre la base de las subvenciones concedidas por la Fundación Tripartita, ha decepcionado, es un hecho, pero no ha sido este desengaño el detonante, para que el Gobierno haya promulgado –sin respaldo de patronal y sindicatos- el nuevo Real Decreto-ley 4/2015, de 22 de marzo, para la reforma urgente del Sistema de Formación Profesional para el Empleo en el ámbito laboral, sino el entramado fraudulento que a instancias de dicho programa se ha generado.

Un sistema para la creación de capacidades que asciende a un monto de dos mil millones de euros, en el que han participado más de cuatro millones de trabajadores y del que en el pasado ejercicio se han beneficiado más de cuatrocientas setenta y cinco mil empresas; más del 90% de las grandes y tan solo el 26% de las pymes con menos de 10 trabajadores. Después de 35 años de regulaciones diversas en materia de planes de formación para el empleo, lo que queda claro es que sin el concurso responsable de los beneficiarios directos de ayudas, bonificaciones y subvenciones no será posible traducir a resultados sociales, proporcionales a los esfuerzos comprometidos, inversiones cuya principal razón de ser es sumar en el haber de la colectividad.

 

El auge de la formación

Si antes la mayoría de las grandes empresas se ocupaban de proporcionar a los aprendices una formación técnica, mayoritariamente las medianas y las pequeñas los introducían en la actividad sobre la marcha. Es a partir de los años 80 cuando la formación continua de los trabajadores empieza a cobrar un doble matiz estratégico. Desde la perspectiva empresarial se conceptualiza, al principio, como una herramienta de gestión que posibilita la adopción de políticas sociales, mientras que desde el punto de vista sindical, la formación se incorpora a las mesas de negociación colectiva como un instrumento de capacitación, reciclaje y progreso en el empleo y como una medida de aseguramiento del puesto de trabajo.

Si los Pactos de la Moncloa supusieron a finales de los años 70 un revulsivo necesario para afrontar las consecuencias de la crisis del petróleo y afirmar la democracia, desde la perspectiva de la concertación de intereses, el Acuerdo Económico y Social, inspirado en la sostenibilidad del Estado del Bienestar, marcó a mediados de los años 80 un antes y un después en nuestra forma de entender las relaciones laborales y confirió a la formación un nuevo papel revitalizador.

 

Las malas prácticas en formación

La aparición de la formación subvencionada proporcionó una ventaja innegable a la sociedad que, sin embargo, algunos no supieron aprovechar debidamente, haciendo malograr el propósito que la inspiró. Así, para el sector del entonces floreciente mercado de la formación los recursos públicos gratuitos, destinados a la capacitación para la empleabilidad, se erigieron en su principal argumento de venta -hay que decirlo- con notorios resultados. Tales campañas propiciaron que, de alguna manera, los gestores de formación de las empresas se vieran obligados, para no quedar descalificados en la carrera por las bonificaciones, a solicitar ayudas que les permitieran recuperar al menos una parte de las inversiones que habían de realizar en cursos de formación; lo que se erigió en un nuevo indicador de gestión. En unos casos, la fiebre de la formación subvencionada ocasionó que se redujeran los presupuestos propios y se condicionara la gestión de la formación a su autofinanciación mediante la obtención de bonificaciones. En otros casos, equiparar formación y gratuidad hizo que se concibieran acciones de formación con orientación al gasto y que se contrataran cursos-tipo poco prácticos, algunos soportados en sofisticadas plataformas y con notoria vistosidad, pero con escasa o ninguna adaptación al caso concreto.

Indicadores de gestión de aquellos años fueron el número de cursos realizados en total y por áreas de negocio, el número de asistentes a los cursos de formación convocados, el número de horas de formación impartidas, la media de horas de formación recibidas por cada trabajador, los porcentajes de satisfacción global con la formación y por acción formativa, los ingresos  obtenidos por ayudas, bonificaciones o subvenciones…, pero poco o nada se investigaba sobre los resultados reales de la formación en términos, por ejemplo, de incremento del aprendizaje real experimentado o acerca del quantum de progreso tangible proporcionado a los asistentes por efecto de los cursos recibidos.

 

Recuperar el papel de la formación

La periodización de las crisis, las transformaciones debidas a conflagraciones y revoluciones, las mutaciones sociales resultado de unas y de otras, las variaciones en los modelos de vida y de convivencia, la irrupción tecnológica en la vida cotidiana, la desaceleración industrial como principal motor del empleo frente al auge de la tercerización, que progresivamente pasa a liderar el mercado de trabajo empleando a más del 70% de la población activa, la globalización y la consiguiente deslocalización de actividades, la externalización como estrategia de ahorro… son algunos  de los hechos que nos han ayudado a comprender que el cambio es una constante, cuya frecuencia de aparición es cada vez mayor. Pero también, que la nueva sociedad exige, a empresas y trabajadores, adaptación de las primeras a los cambios y flexibilidad y polivalencia para cambiar a los segundos, lo que para ambos supone reajustarse a las nuevas situaciones, adquirir nuevos mecanismos de acomodación, desaprender viejos modos y asimilar las tendencias emergentes reenfocando la manera de comprender la nueva sociedad del conocimiento, en la que seguimos inmersos, y que ha transformado el modelo de la formación tradicional en el paradigma del aprendizaje a lo largo de la vida.

Sin embargo, todavía hoy, las empresas invitan a consumir acciones formativas a trabajadores que no perciben beneficios directos derivados de su participación en tales planes de empresa, que no ven incrementadas sus percepciones salariales por efecto de desarrollos profesionales que sean consecuencia de su asistencia a cursos, que tampoco son promovidos ni se les encomiendan misiones especiales en las que poder aplicar los conocimientos que han adquirido, que no experimentan cambio alguno a consecuencia de su entrenamiento, que no encuentran la utilidad de las transferencias formativas que se les han procurado, que no consideran aplicables a su realidad más inmediata las consignas que les han sido arengadas en los espacios formativos…, trabajadores, en suma, que constatan diferencias notables entre el lenguaje de laboratorio utilizado por los formadores y el que ellos emplean habitualmente en su realidad laboral.

Experiencias todas ellas frustrantes, máxime cuando con el lenguaje de la formación se recrean universos que no se atienen a la realidad que se experimenta en el entorno laboral, como cuando se pontifica en las aulas excitando expectativas que no se tiene la facultad de satisfacer fuera del círculo formativo.

 

Una herramienta para la gestión del cambio

El propósito inspirador de los planes de formación, la finalidad de las acciones formativas, el para qué de un curso ofertado a un trabajador marcan la frontera entre la inutilidad y la utilidad de la formación. Provecho que ha de contemplarse desde una doble perspectiva: el retorno de la inversión para la empresa y el aprovechamiento de los resultados formativos para el trabajador en términos de adquisición de un aprendizaje valioso, que pueda repercutir en la concepción y en el desempeño de su actividad.

Pero para que el conocimiento cause un efecto, se ha de poder aplicar a lo que interesa y en el marco laboral lo que importa es poder emplearlo en el propio trabajo. Utilidad y aplicabilidad van unidas. Y lo que es aplicable resulta relevante para quien lo tiene que transferir del saber al hacer, que es la manera de aprovechar lo que se aprende.

Por tanto, planes, docencia, contenidos, método, soportes, transferencias y evaluación del aprendizaje han de ser adaptados a la realidad profesional de empresas y trabajadores, y a los intereses de ambos, en términos de adquisiciones provechosas que supongan una ganancia, tanto en el incremento de capacidades para las empresas como en un mayor logro de nivel competencial para los trabajadores.

Foto: CollegeDegrees360

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