El amor por lo que haces dice todo cuanto eres y cambiará el mundo.
Aunque no está tipificada como tal, ni cobro ningún plus de peligrosidad, la mía es una profesión de riesgo, tal vez una de las más peligrosas del mercado. Trabajo en todo momento con el material más inestable del planeta: las personas. Los que nos dedicamos al acompañamiento de organizaciones, colectivos o equipos para lograr cambios, deberíamos advertir esto antes de empezar a trabajar. Creo que, igualmente, sería bueno que, al trabajar con empresas o equipos, jamás olvidemos que estas formas de asociación o colaboración son secundarias, pero que la materia prima SIEMPRE es la persona. Por eso, hoy quiero hablar de por qué es complicado cambiar la cultura de las organizaciones y también de por qué es necesario. Y lo voy a hacer desde las personas, desde un lenguaje y unos supuestos fácilmente comprensibles para todos.
El drogadicto y el enamorado
Como sabéis, disfruto manteniendo conversaciones con una gran cantidad de personas, muchas de las cuales me manifiestan o hacen explícita una voluntad de cambio en su vida. Aquellas personas que son capaces de trabajarse desde el autodescubrimiento en las primeras sesiones suelen concluir que sus metas –aquello a lo que aspiran- están muy vinculadas a un sentimiento relacionado con el afecto y el apego al que llamamos AMOR. La mayor parte del tiempo me limito a contemplar extraordinarios procesos de exploración en los que las personas buscan saber de qué están enamoradas. Desde la posición del observador llama la atención ver cómo sabemos con certeza y gran rapidez cuándo estamos o no enamorados de alguien, pero cómo nos resulta muy complicado y laborioso saber cuándo estamos o no enamorados de algo que ocurre o hemos hecho que ocurra en nuestra vida. A mi modo de ver, lo único que diferencia a un drogadicto de una persona enamorada de otra es que la droga del primero no tiene nombre propio. El doctor Bachrach me aporta una argumentación científica en esta entrevista, pero yo quiero razonarlo:
- En ambos casos se trata de estados de placer que queremos conservar en el tiempo.
- En ambos casos todo nunca es suficiente.
- Suele producirse una fijación de la atención de la persona sobre una única opción del amplio espectro de alternativas posibles.
- En ambos casos esta focalización cambia los hábitos y el comportamiento de la persona de forma perceptible, algo que nos hace acceder a ciertos estados alterados de la mente. En el caso del drogadicto, los medios que emplea para acceder a estos estados dañan por completo su cerebro, produciendo secuelas neurológicas irreversibles. En el caso de la persona enamorada, le permiten acceder a la observación consciente, produciendo experiencias de aprendizaje irreversibles.
- El impacto, bien sobre nuestro cuerpo o bien sobre nuestra mente, es tan amplio que en ambos casos requerimos de periodos de transición o duelo tras la experiencia.
- En experimentos con resonancia magnética se ha demostrado que las partes del cerebro relacionadas con la adicción se encienden de igual modo aunque en diferentes cantidades en un drogadicto y en una persona enamorada.
He conocido a muchas empresas drogadictas enamoradas de sí mismas, que serían sensacionales espacios de creatividad si se enamoraran de sus empleados. Tal vez una de las primeras cosas que debamos hacer para cambiar sea asumir en qué medida algo nos hace sentir tristes, alegres, enfadados o con miedo. Lo mismo que sirve para saber si una relación de pareja es saludable, sirve también para saber si hacemos o no las cosas bien en nuestra empresa.
Pensar de forma diferente
Por un lado, tendemos a encasillar a partir de lo que conocemos, sin agitar mucho ese 80% de espacio que ocupa el inconsciente en nuestro cerebro. Robinson suele decir que nuestras escuelas no son más que largos procesos de admisión universitaria y de adoctrinamiento estéril para generar cajas en las que meter a nuestros hijos. Por extraño que parezca, sabemos que todos somos diferentes, pero no lo aceptamos. Desde hace poco, empezamos a asumir que las personas inteligentes lo pueden ser en diferentes ámbitos de actividad o capacidades, pero todavía nos negamos a dejar de asociar el término “inteligente” con la inteligencia lógico-matemática, que –por suerte para mí- no es la única de la que disponemos. Esto que nos ocurre con las personas, de nuevo también se replica en las organizaciones y tendemos a pensar que la jerarquía y la disciplina son las armas básicas del éxito. Por fortuna la cuenta de resultados de muchas empresas (Whole Foods, WL Gore, Procter&Gamble, Canonical, la Fundación Apache Software, Debian…) también demuestra lo contrario. Franc Ponti y Lucia Langa en su libro Inteligencia creativa (Amat Editorial, 2013) lo denominan equilibrio explotar/ explorar, entre la parte derecha e izquierda del cerebro de las organizaciones. El secreto para innovar no está en departamentos de I+D, sino en entrenar las capacidades creativas de nuestros empleados.
Por otro lado, la mayor parte de diseñadores a los que he escuchado confiesan que la única forma que conocen de inventar algo es combinar ideas u objetos diferentes que ya existen. Personalmente, la forma más efectiva que conozco para crear algo es utilizar el modelo de Operación Provocativa (PO) que Edward de Bono escribió sobre un papel hace años pero que, como todo lo importante, siempre ha existido mucho antes de que supiéramos cómo poder llamarlo. En mi opinión, este y otros modelos parten de la generación de confianza en uno mismo y de un posterior cuestionamiento de la autoridad establecida. Toda persona y empresa creativa son rebeldes por naturaleza. Cuando trabajo con equipos desmotivados, utilizo la tremenda fuerza de rechazo (en forma de indignación y reproche) que manifiestan las personas como motor de cambio generador de discurso positivo. No existe aprendizaje sin rotura y no hay rotura sin toma de conciencia.
Imagen @dierk schaefer distribuida con licencia Creative Commons BY-SA 2.0