La innovación tecnológica en 2017 y el descubrimiento de la penicilina

Recientemente se presentaba en España el trabajo de Luis Pérez-Breva, ‘Innovating: a Doer’s Manifesto for Starting from a Hunch, Prototyping Problems, Scaling Up and Learning to Be Productively Wrong (MIT Press), en el que identifica las habilidades necesarias para la innovación. Este español, ingeniero químico que ostenta la Orden del Mérito Civil y es graduado del Instituto Químico de Sarriá, es una de las principales autoridades en innovación del mundo, como director del MIT Innovation Teams Programs (i-Teams), un programa de incubación de empresas basadas en la explotación de tecnologías desarrolladas en el MIT (Massachussets Institute of Technology), uno de los cinco principales centros tecnológicos internacionales.

En el ensayo presentado, Pérez-Breva resume algunas de las principales lecciones aprendidas tras participar en más de 170 iniciativas que han involucrado a 700 estudiantes del MIT y a 3.000 profesionales, desde científicos hasta gestores de negocios, de todo el mundo. Algunas de sus conclusiones, extraídas de las notas periodísticas de la prensa española en “El Confidencial” y  “El Mundo”, son realmente impactantes porque ponen en entredicho muchas ideas preconcebidas sobre la innovación:

  • La sociedad no podría soportar que todo el mundo innovase continuamente porque tendríamos un problema. Estas innovaciones no serían adoptadas por nadie, de igual manera que una sociedad compuesta únicamente por emprendedores estaría formada solo por empresas pequeñas.
  • Dejemos de hablar del producto final, de esta idea tan bella de la innovación como eslogan, y hablemos de lo que hay que hacer y qué nos lleva a hacerlo.”
  • Casi todo el mundo cree que emprendimiento e innovación son dos cosas ligadas, pero no es verdad en absoluto… Emprendimiento es crear una nueva compañía. Muchas empresas son exitosas y se venden por mucho dinero, pero no aportan nada fundamentalmente innovador al mundo.”
  • “Hay personas dentro de las grandes compañías que piensan que su organización debe actuar como si fuera una startup, pero una startup es algo profundamente ineficiente.”
  • “La acción [de innovar]… no empieza con esos fantásticos elevator pitch, sino de forma mucho más pedestre.”
  • “Si alguna vez tienes que explicar cómo hiciste una buena innovación, tu historia será inspiradora, no porque sea fácil, sino porque era imposible de predecir.”

Con todo, la principal aportación de Pérez-Breva es concebir la innovación como un proceso en el cual no hacen falta inventores geniales o visiones revolucionarias, sino una serie de habilidades básicas: identificar problemas en el mundo real, saber prototiparlos (representarlos de un modo tangible) y crear una organización que pueda resolver el problema (o la necesidad) de forma sostenible. Todas ellas habilidades que se pueden enseñar y aprender.

Vivimos en un mundo en el cual los avances científicos y tecnológicos son vertiginosos. Muchas veces las tecnologías evolucionan en el laboratorio, de forma impredecible o azarosa, antes de que entendamos la manera de aprovecharlas con un modelo de negocio sostenible. Si estamos atentos a la fuente inagotable de nuevas realidades y cambios que se producen todos los días, las habilidades básicas que indica Pérez-Breva son fundamentales para aterrizarlos en desarrollos concretos en las empresas.

De lo contrario nos puede pasar lo que ocurrió con la invención de la penicilina (y los antibióticos en general).

La leyenda dice que, en 1928, un descuidado científico, Sir Alexander Fleming, dejó apiladas, sin lavar, unas placas con cultivos de estafilococos en un banco en la esquina de su laboratorio y se fue de vacaciones todo el mes de agosto. Al regresar, el 3 de septiembre, descubrió que uno de los cultivos había sido contaminado por un tipo de moho y que las colonias de estafilococos alrededor de él habían sido destruidas. En el resto de placas, las colonias de estafilococos gozaban de buena salud.

¡Qué gracioso! -dijo Fleming- e hizo crecer el moho en un cultivo puro, lo que destruyó a un gran número de bacterias. Identificó el moho como de la especie Penicillilum y siguió haciendo pruebas que demostraban que el “jugo de moho” mataba diferentes tipos de bacterias que causaban muchas enfermedades conocidas. En 1929 publicó un artículo en el que detallaba el descubrimiento, pero pasó relativamente desapercibido.

Fleming continuó experimentando durante una década para intentar conseguir, sin éxito, un método práctico que permitiera sintetizar el antibiótico y producirlo de forma rápida y en cantidades apreciables. Llegó a abandonar la investigación y concentrarse en otros temas. Hacía falta un nuevo enfoque.

Éste llegó con el médico australiano Howard Walter Florey. A diferencia de Fleming, que contaba con un  equipo pequeño, Florey contaba con 22 personas de la Universidad de Oxford. Florey entendió el potencial de la invención y el problema al que se enfrentaban. En poco tiempo, con la colaboración del bioquímico Ernst Chain, consiguió prototipar la penicilina y desarrolló un método que le permitía sintetizar unos 500 litros semanales. Insuficiente para una aplicación masiva, pero suficiente como prueba de concepto; se hicieron pruebas en ratones y, el 12 de febrero de 1941, en el primer ser humano.

Comenzó la II Guerra Mundial y la necesidad de un antibiótico eficaz creció. Florey se concentró en el siguiente problema: crear una organización para desarrollar de forma industrial la penicilina. Tomaron nota de que en Peoria, EE. UU., estaban trabajando en métodos de fermentación para acelerar el cultivo de hongos. Tras contactar con sus colegas americanos, los científicos británicos viajaron allí para realizar un experimento.

En octubre de 1941, bombearon aire dentro de enormes cubas llenas de maíz fermentado con una pequeña cantidad de penicilina traída del Reino Unido. El crecimiento de la producción fue exponencial: mejoró diez veces. Con las mejoras de escala, tras licenciar el producto a varios laboratorios farmacéuticos, el coste por dosis cayó desde una cifra incalculable a 20 dólares en 1943 y a 0,55 en 1946. Gracias a esto, los soldados aliados tuvieron a su disposición 2,3 millones de dosis de penicilina el día D.

Florey y su equipo tenían las habilidades que requería esta innovación. Supieron identificar el problema, prototiparlo para hacerlo interesante y demostrable, y consiguieron crear una organización industrial que lo hiciera de forma sostenible. Fueron, además, generosos y compartieron el crédito con Fleming al recibir el Premio Nobel en 1945, otorgado a Fleming, Florey y Chain (el premio no admite equipos de más de tres personas). Y todos transfirieron sus patentes a los Gobiernos de EE. UU. y el Reino Unido para facilitar la difusión del fármaco.

Fleming, Florey y los demás dieron así otra lección sobre la innovación. El fracaso de Fleming para producir masivamente la penicilina fue la base del éxito de Florey, lo que lo impulsó a buscar nuevos enfoques y analizar el problema desde una perspectiva diferente. Pero eso sin dejar de reconocer el esfuerzo y la intuición de Fleming al relacionar el crecimiento del moho con la destrucción de bacterias. Uno no hubiese tenido éxito sin la aportación del otro.

Y todo eso sin considerarse, ninguno de los dos, un genio ni un visionario, ni presumir de ello. Solo con trabajo duro y con el desarrollo de unas habilidades normales, al alcance de mucha gente, fueron capaces de lograr una de las más relevantes innovaciones de la historia.

Imagen: Sir Alexander Fleming recibiendo el Premio Nobel de Medicina y Fisiología por parte del Rey de Suecia. Detrás Ernst Chain (con bigote) y Howard Florey.

Victor Deutsch tiene más de 25 años de experiencia en gestión de empresas tecnológicas, en Telefónica y KPMG Consulting. Ha trabajado como consultor de grandes empresas en 20 países en Europa y América. Profesor adjunto de la Universidad de Buenos Aires-UBA (1995-2001). Investigador UBA y coautor de trabajos de Inteligencia Artificial. Coautor del Manual para el Desarrollo Empresario “Líderes del Tercer Milenio”.

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